Plaza de la Concordia, Sevilla

Ahora la tela que cubre el edificio está raída por el viento, viejas las palabras que un lejano día de la primavera de 2006, puede hacer ocho años, fueron allí colocadas para que los transeúntes se entretuvieran en la lectura. Ahora es imposible leer aquellas palabras, la tela está ajada por las lluvias caídas; parece, es, un monumento a la desidia más que un gesto de gratitud al paisano por su amor a la ciudad que lo vio nacer, crecer y hacerse periodista. La ciudad que tuvo que abandonar porque aquí todo se resolvía en nostalgias y jipíos de dolor mientras se preparaba una eterna exposición, aquella Exposición Universal que se empezó a elaborar con la segunda década del siglo XX y se acabó con la tercera, en 1929.





Pervive hoy esa misma tendencia a dejar pasar el tiempo, como si su paso fuese inocente; sigue instalada la tela sobre un edificio que, conflicto de competencias y mentes pensadoras y planificadoras, no acaba de resolver su destino. Y en tanto, el tiempo, deteriora mientras lava, borra mientras mece, carcome sin tregua. Como si no hubiera temas a los que dedicar ese gran espacio, céntrico como pocos, apetecible para la mercadería, gustoso para la transacción bancaria. A ver si aprendemos algo de la crisis y nos damos oportunidades en esta recién inaugurada Monarquía (que declara ser) de la Cultura. Y pensamos en poner allí, por ejemplo, un espacio para "interpretar", como ahora se dice, a Chaves Nogales. O para reflexionar sobre el oficio de periodista y todas sus cuitas y derivaciones. Bastaría con una planta del edificio, o con un rincón. El resto para el cambalache.

El aire de la primavera mueve apenas la tela deslucida donde están escritas sus palabras, como si fuera una salmodia, como siendo una definición. Tenía apenas veinte años cuando las escribió. Como los "de la raza mora, vieja amiga del sol", se subía a las azoteas de su casa y contemplaba una ciudad a la que amó sin empalagos, sin falsos piropos, relatando vicios y virtudes. Sin ensoñaciones. Sin fantasías.

Así está escrito en la tela:

Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944), La Ciudad:

"Una plaza se abre ante vosotros con tales caracteres, tal orden de edificaciones, que cuanto elaborábais sobre visiones anteriores queda deshecho inevitablemente; estudiáis esa plaza, esa calle, esa casa y no tardáis en encontrar otra razón espiritual de su existencia; os entregáis a esta última impresión y vais desmenuzándola, cuando una nueva sorpresa anula la anterior; por eso se ha llamado a Sevilla la ciudad misteriosa e indefinible"

"Cada esquina que doblemos, es una nueva ciudad; si no fuera una generalización en exceso deficiente, hablaríamos de España en Sevilla; no de la España actual, sino de una España redimida del tiempo, en la que los siglos se detienen o se precipitan. Cada ladrillo, cada hierro de forja, cada sillar, tiene una vida propia, una significación independiente, y, a veces, adversaria de la significación que la disciplina ciudadana le otorga, hasta humanizarse, dotarse de vida propia. Esta penitud espiritual, conseguida después de muchos siglos, hace que nuestra ciudad sea sabia y eminentemente sobria".

Por eso hoy se percibe como un sobresalto el bamboleo leve de la tela que cubre la fachada del antiguo edificio de la Policía, "la Gavidia", en la plaza de la Gavidia (¿siempre se ha llamado así o éste es el nombre de la plaza de al lado?). Antes de la democracia la palabra Gavidia llenaba de negros presagios el ámbito de su nombre. En 1969 aquel edificio era siniestro para muchos, para los estudiantes que apenas iniciaban el camino de la reivindicación política, con calabozos y dependencias de interrogatorios a la luz de un flexo, el poli bueno y el poli malo, Neto, Martín, Colinas, Beltrán, Soriano, Nebret, hombres de la Policía Social… Qué dura es la historia de España, fértil en inquisidores, terreno abonado de buenas conciencias que, con su puntita de sadismo, animaban a los jóvenes detenidos en redadas universitarias a dedicarse a estudiar y a liarse con las tías tan buenas que se acercaban a llevarles bocadillos. Evoco al padre de derechas que mueve los hilos para que suelten a su hijo, ese representante de su Facultad que apenas sabe de política más allá de no asistir a clase para recitarle a la chica las "Citazzioni del presidente Mao", llegadas desde Italia en un paquete de libros para ella, que estudia filología italiana. Evoco los nombres que lamento no recordar de los estudiantes del Estado de Excepción del 69, que fueron detenidos y encarcelados en los calabozos de la Gavidia, interrogados y maltratados, y pasaron después por la cárcel y el destierro… Se les retiró el Certificado de Buena Conducta y no pudieron por varios años volver a entrar en la Universidad, ni siquiera conducir, y algunos perdieron sus carreras.

Y más tarde, en este edificio cubierto de tela, recuerdo que era imagen habitual la de interminables colas para sacar el pasaporte, previa presentación del célebre Certificado de Buena Conducta, pasaporte con el que se podían visitar no todos los países europeos, y con la excepción también de cinco líneas de nombres de tierras lejanas a las que no se permitía viajar, nombres entonces exóticos, hoy destinos asequibles.

Seguro que éste de sus palabras escritas en un soporte tan efímero es un homenaje que resultaría muy grato a Chaves Nogales: sus palabras de amor a Sevilla temblando al aire en una leve tela (ya sucia y deslucida), que cubre y oculta el edificio de la Gavidia, el edificio de la antigua Policía de Sevilla, situado en una plaza que ha cambiado su nombre. Ahora se llama plaza de la Concordia. Chaves Nogales, un sevillano que, como aquellos jóvenes universitarios, también se vio obligado a abandonar Sevilla, porque desde lejos, decía, se la ve "aun más bella y más única". También él un exiliado que quiso cambiar el exilio en Concordia utilizando como instrumento para ello su palabra de periodista.