Inéditos desde...
Juan Ramón y el otro
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1928.
Ilustración de Rivero Gil
Paré en seco y me quedé escuchando. La calle estaba silenciosa
y desierta. Me pareció haber oído unos pasos que me seguían
muy de cerca. Pero debió ser una alucinación.
Eché a andar de nuevo, pegado a las fachadas de las casas, negras
y altas como las cortaduras de un abismo, por cuyo fondo iba yo
divagando. Sólo había luz en una ventanita alta como el firmamento,
detrás de cuyos cristales una figura de hombre aparecía inmóvil.
¿Qué haría aquel tipo allí a aquellas horas?
Seguí caminando a la deriva y volví pronto a sumirme en mis
imaginaciones. Había estado trabajando penosamente durante todo
el día en beneficio de mi patrón; después, en casa, había consagrado
un par de horas a los míos; luego, en el café, me dediqué a los amigos.
Ahora, mientras callejeaba, me adjudicaba un poco de tiempo
a mí mismo, al pobre Juan Ramón, a mi inevitable compañero de
siempre, Juan Ramón.
Me entretenía en ir poniendo un poco de orden en mis asuntos,
mientras recorría de madrugada las calles solitarias. Tenía muchos
problemas que resolver; problemas económicos, problemas espirituales, problemas de conducta. ¡Pobre Juan Ramón, tan insignificante dentro de su gabancillo y con tan graves preocupaciones! Al
dar la vuelta a una esquina volví a detenerme súbitamente. Juraría
que alguien caminaba junto a mí. Me quedé quieto y callado, atento
a los leves ruidos de la ciudad en el conticinio. Un «auto» runruneaba
débilmente a lo lejos, y a mi lado el mechero de un farol de gas se
distraía aprendiendo a silbar.
—Bah –pensé–. Debe ser el eco de mis propios pasos.
Seguí caminando sumido en mis preocupaciones y sin hacer caso ya
de aquellos pasos que sonaban claros y distintos a compás de los míos.
Iba preguntándome cómo era tan insensato que soportaba aquella
vidilla afanosa y triste de pobre hombre que llevaba, cuando sentí
que me cogían suavemente del brazo, y con un tono tan familiar,
que no me causó la menor sorpresa, me decían:
—¿Qué vida quieres llevar, insensato? ¿Crees que se puede cambiar
de vida a capricho?
—Naturalmente. Cada uno vive como le da la gana. Todos los
problemas son problemas de la voluntad.
—Eres un majadero. Tú estás amarrado a tu vidilla como cada
uno a la suya, y cuanto hagas por rebelarte será una idiotez. Vayas
donde vayas, te acompañará el mismo cortejo de preocupaciones,
luchas, tristezas y desfallecimientos.
—No; si yo no me rebelo contra la vida, que, con todos sus sinsabores,
me parece cosa codiciadera, sino contra esta vidilla, contra la
mía, la del cuitado Juan Ramón, la vida miserable de este miserable
Juan Ramón, que me tiene harto de aguantar sus tristezas, su incapacidad,
su existencia gris de pobre hombre.
El que me había cogido del brazo e iba discutiendo conmigo
mientras caminábamos se encogió de hombros y siguió marchando silenciosamente al compás de mis pasos. Dimos unas cuantas vueltas
y mi acompañante salió de su mutismo para decirme:
—Déjate de callejear. Ya es hora de que te vayas a casa. Estoy
cansado y mañana a primera hora tenemos que ir a la oficina.
—Irás tú. A mí no me da la gana de ir.
—No tienes más remedio que venir tú también. Es tu obligación.
—¡Mi obligación! Será obligación tuya. Yo no tengo obligaciones.
Estoy dispuesto a prescindir de todo, a romper radicalmente
con mi vida. Es decir, a romper contigo.
Aquel tipejo que me acompañaba me miró compasivamente y
ensayó una sonrisa tan irritante, que me arranqué de su brazo, me
encaré con él y. cogiéndole por las solapas y zarandeándole, le dije:
—¡Estoy harto de ti! Tú eres el que suplanta mi verdadera personalidad,
el que la obscurece y anula. Me impones tu vida, tu miserable
vida de oficinista, tus miseriucas, tus mezquindades. El que
arrastra esa vida miserable eres tú y no yo. Vete; vete de mi vera.
Déjame marchar en libertad. Yo soy otro.
Yo soy el auténtico Juan Ramón, el de los grandes alientos y las
formidables empresas, el Don Juan a quien aman las mujeres, el
hombre de presa que temen y admiran todos los hombres, el sabio,
el artista, el héroe. Todo esto soy yo, Juan Ramón, el grande, el
magníficamente humano. Todo lo demás lo eres tú, Juan Ramón,
el miserable, el pequeñito, el que trabaja mucho y come mal, el que
tiene que pagar al casero, el de la bronquitis crónica, el que tiembla
ante el jefe y sufre las burlas de los compañeros de trabajo, el que
busca a las muchachitas en las plataformas de los tranvías. Eres tú el
pobre hombre ese que anda empujado, zaherido, traspillado, con las
uñas largas y el mirar miope. Tú eres un Juan Ramón y yo el otro.
No quiero soportarte más. Vete, vete.
Le di un empellón y lo lancé, como si fuese ingrávido, contra
la pared. Se me quedó mirando estúpidamente, y yo, mientras, me
volví altivamente y eché a andar solemnemente con un aire procesional
y magnífico. Juan Ramón, el grande, iba, solo al fin, a la
conquista del universo mundo.
Cuando me vi solo, heroicamente solo en la inmensidad de la
madrugada, di rienda suelta a mi grandeza. ¿No habéis tenido nunca
esa sensación de felicidad completa que da el sentirse por un momento
libre, fuerte, limpio y nuevo sobre la haz de la tierra como el
auténtico rey de la creación? Todas las miseriucas de la civilización,
en cuyo engranaje estaba yo cogido como insignificante ruedecilla,
se habían borrado. Se había quedado con ellas el otro Juan Ramón,
el miserable, el oficial cuarto a extinguir que dejé pegado a la fachada
de una casa, atónito ante mi deserción.
Yo era el hombre primitivo en la selva; una selva de faroles de gas,
acacias y casas de diez pisos.
Disuelto en mi grandeza iba yo, cuando sentí otra vez los misteriosos
pasos. Era el otro Juan Ramón que, a prudente distancia, me
seguía. Tuve de nuevo la sensación de angustia que la presencia de
aquel cuitado me producía. Quise huir; él echó a correr detrás de
mí, y así anduvimos mucho tiempo. Cuando volvía la cara le veía
caminando imperturbable a mi alcance, fijos sus ojos en mí con una
morbosa ternura.
Llegué, huyendo siempre, a la puerta de mi casa. Ya no podía
más. Al meter la llave en la cerradura le vi doblar la esquina presuroso.
Estuve por darle con la puerta en las narices, pero comprendí
que era inútil. Entonces le hice pasar, subió conmigo a mi cuarto,
y una vez allí, le hice sentar conmigo en el borde de la cama, le di
unas palmaditas cariñosas y le hablé así:
—Querido Juan Ramón: no te entristezcas porque quiero abandonarte.
Ya sé que esto es imposible, pero hay en mí un ansia de
fuga que me hace inclinarme a la ilusión de que puedo serte infiel.
¡Eres tan desgraciado! ¡Tan triste! Yo te quiero bien, Juan Ramón;
eres carne de mi carne y vida de mi vida, pero no tienes derecho a
esclavizarme del todo. Hagamos un pacto. Tú y yo iremos juntos
por el mundo, puesto que no hay más remedio, pero unas veces serás
tú el que actúe y otras yo. Se trata sencillamente de una división
de funciones.
Tú tienes tus horas al día; yo tendré las mías. En nuestra vida
hay una faena diaria ineludible que te estará encomendada. Tú irás
a la oficina, te divertirás con la grosería de los compañeros, sufrirás
al jefe, pellizcarás a las criadas, jugarás al dominó y te atiborrarás de
cafés con media. Tu vocación de miserable, tu sino de pobre hom-
bre, será cumplido. En cambio me dejarás mi tiempo libre, el tiempo
que yo necesite para satisfacer esta aspiración de grande hombre,
esta vocación mesiánica que siento. Unas veces será un Juan Ramón
el que viva y otras veces el otro. La gente no se dará cuenta. Seguirán
creyendo que somos uno y el mismo. Pero tú bien sabrás que el Juan
Ramón que trabajará, sufrirá y hará pequeñas canalladas no será
nunca el mismo Juan Ramón de los altos destinos, el que tendrá los
geniales pensamientos, los grandes heroísmos, la infinita bondad…
* * *
¿No conocéis a Juan Ramón? Es un tipejo muy absurdo y desbaratado,
que anda por ahí luciendo su derrota; que se esconde unas
horas al día en el agujero de una oficina y luego zancajea arbitrando
anuncios o seguros de vida, que de vez en cuando bebe y se emborracha,
y alguna vez que otra tiene amores con unas mujeres tristes
y menesterosas. No es un tipo claro; a veces hace pequeñas canalladas,
adula, miente…
Este Juan Ramón es el mismo que en ocasiones, después de una
suculenta comida o tras un ayuno excesivo, se transfigura y ante
un auditorio cualquiera de pobres hombres como él, se complace
en hablar con tono elevado y solemne de sus ideales purísimos, de
sus nobles aspiraciones y sus impulsos heroicos. Entonces es grande,
altivo, noble y generoso. La gente se deja arrastrar por sus palabras y
le admira. O no se deja arrastrar y dice que es un farsante.
No es eso; es, sencillamente, que sin que se advierta, se ha operado
una trasmigración y un Juan Ramón ha sustituido al otro.
Y así van viviendo.