Inéditos desde...
Con el ejército yanqui en Irlanda
Artículo de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1942.
Belfast, 11 de agosto de 1942
1. Los Americanos en Uniforme
Iniciamos con este artículo uno de los grandes reportajes de serie sobre la guerra de Europa cuya exclusiva hemos adquirido a la Atlantic-Pacific Press Agency de Londres. El ejército expedicionario norteamericano que intervendrá en la creación del segundo frente en Europa y la liberación de los pueblos invadidos ha sido visitado en sus actuales acantonamientos de Irlanda del Norte por nuestro corresponsal Manuel Chaves Nogales que describirá en sus artículos la vida y el espíritu de esas tropas que antes de que el año termine habrán emprendido la gesta más formidable de la historia: la invasión de Europa y la derrota del poder militar alemán que hoy se enseñorea del Viejo Mundo.
Los norteamericanos han plantado sus tiendas de campaña y han alzado sus barracones en este viejo país como si fuesen unas tropas de colonos intrépidos que se asientan en una tierra virgen. Pero el Norte de Irlanda no es una tierra virgen, sino un país de vieja civilización, que al lado de sus vestigios históricos muestra orgulloso las febriles aglomeraciones de sus modernos núcleos industriales. Rozándose con las viejas rezadoras que pasan arrebujadas en sus mantones de lana y junto a las alquerías de paredes enjalbegadas de cal, que se levanta el tizón de las chimeneas de Belfast, empenachando la maraña herrumbrosa y sucia de las fundiciones y los astilleros.
Pero a pesar de todo esto, que rezuma tradición y madurez, los americanos han sentado sus reales en el país como si hubiesen llegado a unas tierras nuevas del Far West. Lo traen todo consigo. Sus carros, sus barracones, sus pertrechos y herramientas, sus vituallas... Fuman sus cigarrillos Lucky Strike, mascan sus 'chewing-gum', comen 'strawberry-short-cake', beben sus 'manhattan', tocan sus músicas de 'jazz-band' y juegan su 'base-ball' como si no hubiera en el mundo más civilización que la suya ni más modo de vivir que el suyo. Lo demás no les interesa. Se bastan a sí mismos. Han campado en estos cultivados valles irlandeses como si en ellos hubiese nada, como si fueran sus primeros pobladores.
Hay algo, sin embargo, que les impresiona y desconcierta un poco a pesar del aplomo y la suficiencia juvenil de que alardean. La vejez, la antigüedad, el espíritu de continuidad, el sentido imperdurable de todas las cosas que aquí los rodean.
Han entrado arrogantes y desdeñosos en las viejas alquerías, las granjas de siglos y los castillos milenarios de Irlanda. Han recorrido sus vastas piezas desmanteladas, sus cuadras anchurosas, sus pasadizos abovedados, sus salones cubiertos de alfombras apolilladas y adornadas con arañas de cristal monumentales. Despreciando la inconfortable suntuosidad de estos caserones fríos, con ventanas estrechas y desvencijadas, con paredes húmedas y techos descascarillados, se han puesto a vivir en sus confortables barracones de hojalata, calientes y cómodos, con sus camas de campaña sucintas e higiénicas, sus gramófonos y sus radios y una foto de una "girl" sugestiva y ligerita de ropa, una "Betty Boop" cualquiera clavada con cuatro tachuelas a la cabecera de sus camastros de soldados.
Les gusta, sin embargo, sentirse aquí, en el ámbito resonante de ecos antiguos que tienen estos caserones señoriales donde todo, absolutamente todo, es más viejo que los Estados Unidos.
Todo es anterior a ellos, a su fuerza, a su poderío, a la existencia de esa potencia material de la que se sienten orgullosos. Cuando todavía no había Estados Unidos, ya ardía el fuego de leña de esta chimenea de piedra primorosamente labrada, cuyos morrillos han sido lamidos por una llama de siglos. El raso deslucido y hecho jirones de este canapé ha durado ya más de lo que han durado hasta ahora todas las cosas americanas. El joven oficial que va acompañándonos, me dice con respetuosa emoción:
- Esta finca en la que se aloja nuestra plana mayor está desde hace cinco siglos, tal y como usted ve...
Es una bella propiedad particular, que conserva un cierto encantamiento feudal que los norteamericanos han venido a romper con el estrépito de sus automóviles blindados y sus silbatos estridentes, con su camaradería alegre, sus cocinas de campaña, sus cartapacios de mapas y sus complicados juguetes eléctricos y radiofónicos.
Un ejército de Ulises o de Robinsones
He visto el hormiguero febril de las unidades norteamericanas acampadas en torno a los viejos castillos irlandeses. Contemplándolos en su tráfago, viéndolos talar árboles con recios golpes de hacha, levantar barracones, trazar caminos y construir pistas de cemento a las que invariablemente bautizan de "Fifth Avenue" producen la impresión , más que de un ejército, de una expedición de colonos, de granjeros, de "cow-boys" que se instalan en nuevas tierras. Con sus cuchillos de monte al canto, sus cazadoras de cuero, sus gorros arbitrarios, sus vestimentas dispares en las que no es posible descubrir ninguna uniformidad, sus trajes de faena como si fueran simples colonos, se olvida fácilmente que son un ejército. Más que un ejército, parecen una tropa de plantadores o de buscadores de oro. Sus capitanes son como los capataces de las grandes explotaciones y colonizaciones norteamericanas.
En Europa, los ejércitos tienen todavía el ritmo solemne, el aire grave y la morosa dignidad castrense de las legiones romanas. Nuestros campamentos militares son aún como debieron de ser los castros romanos. En cambio, el ejército norteamericano tiene el aire y el ritmo del rancho, el espíritu de los colonizadores, la moral de las cuadrillas de exploradores, el penacho romántico de los aventureros. Evocan ante todo la lucha del hombre libre que se junta con otros hombres para dominar un medio hostil a fuerza de tenacidad y heroísmo. Es curioso que el ejército más mecanizado del mundo sea el ejército en que el hombre sigue pareciéndose más al héroe a la manera clásica. Es un ejército de Ulises o de Robinsones.
Juventud americana
Lo más impresionante es la juventud de este ejército. El símbolo de los ejércitos europeos es el viejo soldado, el veterano, aquellos soldados romanos encanecidos en las batallas, aquellos viejos centuriones, los veteranos capitanes de los tercios de Flandes, curtidos en el oficio y llenos de cicatrices.
Todavía hoy, en la misma Alemania que presume de juvenil, es la veteranía lo que predomina. El ejército alemán actual, contra lo que generalmente se cree, es un ejército de viejos, de veteranos de la otra guerra que son los que con su rencor de vencidos han provocado ésta.
Los ejércitos europeos están hechos con viejos sargentos, viejos capitanes y viejísimos generales, gotosos, apergaminados, estantiguas con caras arrugadas de vieja, como aquellos mariscales de Francia que pintaba Meissonier. Estos generales americanos, que tienen aires de muchachos, son impresionantes. Estamos ahora en el comedor de la Plana Mayor de una unidad. No hay ni una sola cabeza cana. Vamos al barracón donde tienen su refectorio los sargentos. Ninguno tiene treinta años. No hay ninguno que se parezca al clásico sargento inglés de pecho abombado, voz de trueno y bigotes enhiestos. El viejo gallo polainero que es el típico militar europeo no existe aquí. El sargento americano es un muchacho ágil, despierto, más hábil y diestro que los demás, más vivo, más rápido de comprensión. Son como obreritos aventajados que ascienden rápidamente en el taller, porque son listos y bravos y aprenden pronto (la disciplina del trabajo).
La primera impresión que dan es la de que no son militares. Por lo menos, tal como nosotros, europeos, entendemos el militarismo. Tienen indudablemente una disciplina estricta, pero es sustancialmente distinta de la nuestra. El hombre libre de América no sabe ser militar a la manera clásica del europeo. Yo he visto en Alemania los campos de trabajadores voluntarios que son como cuarteles. Entre los americanos, en cambio, los cuarteles son como campos de trabajo. Un campesino alemán sabe cuadrarse y saludar dando talonazos mucho mejor que cualquier general americano. Indudablemente los americanos tienen una disciplina militar; pero es la misma disciplina forjada en el taller, en la fábrica o en la cuadrilla de colonizadores. Esta cadena puede ser tan dura como la otra y seguramente es más eficaz, pero es sustancialmente distinta.
No tiene ningún ritual, ninguna liturgia. Hay en Europa una tradición militar que viene desde Esparta a Roma, que va desde la guardia amarilla de Felipe II a los granaderos de Federico el Grande, desde Napoleón hasta el Kaiser. Después de la mayor revolución de la historia, los bolcheviques han hecho un ejército que es exactamente como los ejércitos de Pedro el Grande y Souvoroff. Esta liturgia tradicional del ejército se quiebra totalmente en el Nuevo Mundo. Los norteamericanos no saben nada de esto, ni aciertan a representarlo, ni les interesa. Su ejército es un ejército de gente que trabaja y lucha con toda la bravura y heroísmo que sean necesarios, pero sin ninguna liturgia. Es un ejército de obreros, de hombres libres que no saben hacer abdicación de la dignidad humana que el viejo arte militar de Europa ha exigido siempre. El centinela que está de guardia a la entrada de este campamento con un formidable fusil ametrallador al hombro, que bastaría para convertir a un alemán en un Júpiter tonante, no tiene ninguna marcialidad. Fuma su cigarrillo con un aire natural de cazador puesto al acecho, pero nunca con el aire característico del soldado de parada. Es más: cuando los norteamericanos se ponen a hacer espectaculares paradas militares para demostrar la irreprochable instrucción de sus soldados se tiene la impresión de estar presenciando las evoluciones armoniosas de una masa de gimnastas civiles. He visto evoluciones de compañías de infantería tan matemáticas como puedan hacerlas las unidades más selectas de Hitler pero, a pesar de toda su precisión y exactitud, hay siempre en ellas algo que no es la rigidez y el automatismo prusiano. Por muy exactamente que evolucionen, se ve que no son autómatas deshumanizados, sino hombres libres que se han puesto libremente de acuerdo para moverse a compás.
La fuerza constructiva y la potencia destructora
Mandar un regimiento americano debe ser como dirigir una fábrica. El coronel es una especie de gerente, sus comandantes son sus ingenieros, los oficiales sus técnicos, los sargentos, sus contramaestres y capataces, los soldados sus obreros. La disciplina que mueve esta máquina es tan fuerte, tan estricta como la otra. Pero, ya lo hemos dicho, distinta. El problema que se plantea es este: ¿Es que puede hacerse la guerra como se hace una industria? ¿Se puede montar una batalla como se monta una explotación industrial?
Después de haber visto al ejército americano hay que creer que sí. He presenciado unas maniobras de artillería pesada y tanques. En la guerra moderna, asaltar o destruir un poblado es algo tan complejo y difícil como construirlo. Hacen falta los mismos planos, la misma acción metódica, la misma sistematización, la misma concentración de máquinas y materiales. Destruir una posición es exactamente lo mismo que construirla, sino que todo lo contrario. Esta perogrullada se descubre cuando se ve de cerca a los jefes de los ejércitos modernos planeando una acción. En la guerra actual si se tiene en cuenta la proporción constante que existe entre el perfeccionamiento de las armas ofensivas y las defensivas se llega a la conclusión de que cuesta tanto trabajo destruir como construir. La potencia tiene que ser la misma; con exponente positivo o negativo; es igual. Los mejores constructores serán también los mejores destructores. Por eso Hitler, que no era capaz de construir un nuevo mundo, no ha podido, ni podrá nunca, destruir el mundo existente como ambiciosamente soñaba. Y sencillamente por eso, porque los norteamericanos son los mejores constructores del mundo, se puede tener fe ciega en la eficacia destructora de este ejército suyo, el menos terrorífico e impresionante del mundo.
Belfast, 12 de agosto de 1942
2. En la Guerra Motorizada
Si, prescindiendo de toda la consideración accidental sobre los armamentos y la instrucción de los ejércitos, me preguntasen por qué creo firmemente que el ejército americano puede luchar con ventaja contra el alemán, contestaría sin vacilar: "Porque son mejores chauffeurs, porque manejan los automóviles mucho mejor que los alemanes". Esto, que parece solo una arbitrariedad pintoresca, responde, sin embargo, a un razonamiento que se me antoja inflexible y exacto. No soy yo, es precisamente un alemán, un gran alemán, el conde Kayserling, quien ha llamado a nuestra civilización "la era del chauffeur". El destino de nuestro tiempo, según Kayserling, está en manos de este tipo humano moderno que es el chauffeur, es decir, el hombre intrépido que conduce intrépidamente una máquina cuyo funcionamiento no conoce ni domina. Toda la fuerza alemana se halla concentrada en este símbolo. Su triunfo es el triunfo de las divisiones motorizadas y los aviones de combate, maniobrados por unos hombres que lo ignoran todo, unos adolescentes que no saben navegación, ni mecánica, ni cartografía, ni meteorología, una especie de robots humanos con reflejos rápidos y decisivos, es decir, el perfecto chauffeur. Pues bien: eso lo tienen los norteamericanos más y mejor que los alemanes. Si el elemento esencial de la actual batalla del mundo es ese, si es ese el peón que gana, la guerra la ganarán los norteamericanos, mil veces antes que los alemanes.
Hace años, recorriendo las carreteras del Sarre, tuve un presentimiento de la derrota de Francia, al considerar tristemente la superioridad indiscutible de los chauffeurs alemanes sobre los chauffeurs franceses, que en aquella zona neutralizada podían verse frecuentemente en competencia. El conductor alemán era más intrépido, más audaz que el conductor francés y lo dejaba atrás invariablemente. Cuando llegase la hora en que algo tuviera que ganarse o perderse conduciendo vehículos de motor, los franceses estaban condenados a perder. La sensación auténtica de potencia que me han dado los rusos, en cuyo régimen político personalmente no creo, se la debo a los pilotos de aviación comercial y a los chauffeurs bolcheviques que, cuando todavía no tenían buenos motores, con unas viejas y lamentables máquinas, se tiraban intrépidamente por las pendientes del camino militar del Cáucaso o volaban rasando el mar y la tierra con un aplomo y una serenidad que a los propios alemanes les espantaban.
El dinamismo yanqui en la batalla
El ejército expedicionario norteamericano es un ejército totalmente motorizado. Es un eufemismo hablar de infantería en un ejército donde ni un solo soldado camina por su pie. Pero, aparte el servicio de camiones de transporte para las masas de tropas, que es hoy elemento indispensable a todo ejército, lo que verdaderamente impresiona en los norteamericanos es la movilidad extraordinaria, el dinamismo increíble que da a sus unidades, la posesión por decenas de millares de pequeños y potentísimos autos fabricados en serie, para atender las necesidades específicas de las operaciones, fabricados como antes se fabricaban botas para los soldados. Son mágicas "botas de siete leguas" de este ejército, para el que no hay ni distancias ni obstáculos del terreno.
Los modelos de estos vehículos de campaña son variadísimos. Los norteamericanos han dado a cada uno un mote pintoresco, generalmente sacado de los personajes de los dibujos animados del cine. Hay los Gybs y los Peeps y no sé cuántos más. Los Peeps, que son los más populares, se tiran barrena abajo o reptan por las colinas más abruptas a velocidades increíbles. Para ellos no hay necesidad de caminos, ni buenos ni malos. Jadeando incansables campo a través, son como corceles ideales que en cualquier momento y en cualquier terreno pueden reproducir, modernizadas, las famosas cargas al galope de la caballería clásica. Montado en sus Peeps y con su fusil ametrallador en el arzón, el moderno jinete americano, el cow boy de nuestro tiempo, puede dar a la batalla un dinamismo que tal vez los mismos alemanes no conciben todavía.
Estos vehículos ligeros y toda la serie de los bren gun carriers, desde los que portan simples ametralladoras hasta los que arrastran verdaderos cañones de calibres que no podemos precisar, pero que superan cuanto se conoce en esta artillería, que llamaremos convencionalmente de montaña, permiten al ejército expedicionario norteamericano proyectar con celeridad insuperable una masa de fuego enorme, inmediatamente detrás de los tanques pesados encargados de abrir camino, de los cuales hablaremos más adelante.
Tales masas de motorización exigen naturalmente el acompañamiento de talleres mecánicos blindados, verdaderas fábricas de campaña capaces, en medio de la batalla y bajo el fuego enemigo, de reparar toda necesidad mecánica imaginable. En esto, los norteamericanos superan cuanto podía esperarse de ellos. He visto los equipos mecánicos al trabajo en pleno desarrollo de una maniobra táctica. El mecánico que en medio de la supuesta batalla saltaba del taller blindado, esgrimiendo la lanza de fuego de su soplete y cubierto el rostro con una espantable máscara de hierro, para efectuar, sobre la marcha, una soldadura autógena, era la encarnación del genio que puede ganar esta guerra de material, esta guerra mecánica, en la que, a pesar de todo, es el hombre, este diablo forjador, este Vulcano yanqui, el elemento esencial.
El ejército más entrañablemente anti nazi
Otra característica del ejército norteamericano que quiero destacar, antes de entrar a considerar sus particularidades estrictamente militares, es su fuerte significación antirracista, que le hace ser el adversario natural del germanismo. Este ejército norteamericano es el ejército más entrañablemente opuesto al hitleriano, es el ejército antirracista por excelencia. De ese gran crisol de razas que son los Estados Unidos ha salido este ejército que tiene, a pesar del denominador común del norteamericanismo, el orgullo de la asombrosa variedad de sus tipos humanos.
Para visitar las unidades norteamericanas hemos venido unos cuantos periodistas, de todos los países neutrales de Europa y América. Una de las cosas que más nos ha sorprendido es que en cada unidad los jefes tenían la vanidad de presentarnos como compatriotas nuestros a los ciudadanos norteamericanos oriundos de nuestros países. En cada regimiento los periodistas suecos encontraban docenas de hombres oriundos de Suecia, que se ponían a hablar con ellos en su lengua. Igual que los suizos, igual que los españoles y los suramericanos. El imperialismo yanqui hace su orgullo y su fuerza precisamente de lo que el imperialismo germánico fabrica su odio. Los jefes militares norteamericanos nos han presentado con satisfacción, no sólo a aquellos de sus soldados que proceden de los países neutrales, sino también de los países adversarios. Nueva York está tan orgulloso de su millón de ciudadanos oriundos de Italia, como de sus miles de germanos, sus cientos de miles de nórdicos y sus millones de semitas. Todos son ciudadanos libres, de USA.
Yo he hablado con oficiales y soldados procedentes de todos los pueblos de Suramérica, he visto portorriqueños, cubanos, panameños, mexicanos, brasileños, chilenos… Encaramado en una torrecilla de un tanque, he encontrado a un hombre de piel morena, blancos dientes y pelambrera hirsuta, que tenía en sus ojos negros toda la fiereza, todo el dinamismo explosivo de un guerrillero de Pancho Villa. "¿Cómo te llamas?", le he preguntado. "Enrique Gutiérrez", me ha contestado con altanería. He visto también un tipo fino y ágil como una ardilla, un tipo inconfundible para mí. "¿De dónde eres tú?". "Yo he nacido en USA, pero mi madre era filipina, tagala, y mi padre español, de Cádiz". No me había engañado. Me lo daba el corazón.
Esta síntesis de América y del mundo, que es el ejército de los Estados Unidos, es la máxima garantía de la victoria, en esta lucha contra un pueblo que por creerse el pueblo elegido, por creer en la superioridad indiscutible de su raza, tiene la ambición de sojuzgar al mundo entero, como ha sojuzgado a los confiados pueblos de Europa.
Belfast, agosto 5 (publicado el 13)
3. Cómo se Prepara el Ejército Norteamericano
Cuando se asiste a unas maniobras del ejército norteamericano es cuando se comprende exactamente lo que es la batalla moderna, en qué consiste realmente, cuáles son los elementos esenciales y decisivos del combate de ahora. De esto me he dado cuenta únicamente viendo hacer ejercicios a las unidades norteamericanas acantonadas en Irlanda en espera de que llegue su hora.
La fuerza de que se dispone es una masa inerte, un volumen inanimado de hierro y seres humanos a los que se ha privado de toda iniciativa y que, por sí mismos, son en la batalla tan pasivos e inoperantes como si fueran "robots". Esta masa compacta e inerte tiene que estar naturalmente en proporción con la masa que se le oponga, pero en realidad la razón de su fuerza no es su volumen, no es su peso específico, sino el dinamismo de que sea capaz, la acción que le sea posible desarrollar, el movimiento que pueda infundírsele. Y este dinamismo lo determinan en el ejército moderno dos factores: motorización y transmisiones. El alma del ejército actual es esta: automovilismo, radiotelegrafía. Buenos motores y buenas transmisiones.
Esto es más importante que todos los generales, todos los estrategas geniales y todos los caudillos heroicos. Rommel en primera línea animando a sus tanques al combate es una imagen de Epinal perfectamente grotesca.
Ya hemos dicho que en cuanto a su motorización el ejército americano es insuperable y no será necesario insistir. Todo el que se haya puesto al volante de un auto sabe lo que es un motor alemán y un motor americano. En cuanto al sistema de transmisiones, la organización de campaña de las unidades yanquis ha sido para nosotros una verdadera revelación.
Las explicaciones técnicas y el estudio minucioso del utillaje no sirven para darse cuenta exacta del dinamismo fabuloso que la masa inerte de hierro y seres humanos adquiere en el momento de la batalla gracias al mecanismo de las transmisiones. Es preciso estar dentro de la panza de un enorme tanque que marcha a cuarenta por hora con un estrépito infernal arranando aludes de tierra y percibir clara y distinta en el interior del artefacto hermético la voz de mando que a través de las ondas va guiando certeramente a la bestia ciega y dócil que todo lo arrolla. Es preciso estar en el puesto de mando ante el tablero del mapa escuchando la voz misma de los tanques y las baterías, los cañones pesados, los antiaéreos, los antitanques y las ametralladoras que pasan revista constantemente señalando a cada paso su situación y contestando "presente" a cada llamada del mando. Es preciso ver cómo una masa formidable de acero y humanidad se disloca con rapidez vertiginosa perdiéndose en las distancia y cómo, una vez dispersos, cada uno de los elementos que la forman sigue estando estrechamente ligado a los demás y al todo; cómo, aunque los engranajes se separen, el ritmo y la cohesión no se rompen, cómo la máquina sigue funcionando después de haber sido desarticulada y cada ruedecilla gira por su cuenta haciendo las revoluciones que le han marcado con exactitud matemática y diciendo a cada instante: "Aquí estoy y así trabajo".
Se tiene la impresión de que, antes, la batalla era un albur que se jugaba con los ojos cerrados. El mundo disparaba con fuerzas lanzándolas al combate como un proyectil cuya trayectoria era fatal; se daba en el blanco o no se daba. Ahora, el proyectil está dirigido, la dislocación está gobernada, la dispersión no es más que aparente. El sistema de transmisiones llevado a la máxima perfección de los norteamericanos hace que el ejército en plena lucha sea un cuerpo homogéneo estrechamente trabado que domina el vasto ámbito de la batalla teniéndolo bien prendido en la red de las ondas sonoras.
Todo el espacio es batalla, todo es lucha y acción. Las transmisiones inalámbricas han dado a los capitanes una voz jupiterina que pone orden en el caos, domina el estruendo, hace inteligente y dócil el espacio, suprime las distancias y consigue que el aviador que vuela a cinco mil metros y el escucha enterrado en su topera, el tanquista metido dentro de su caparazón y el general que a muchos kilómetros dirige la batalla se sientan hombro a hombre formando todos una fila apretada, una masa que toma posesión auténtica del vasto campo de batalla con una cohesión total e inquebrantable.
Los tanques que avanzan ocultándose en la espesura, desgajando los árboles o azotando sus copas con la fusta de sus antenas de radio van hablándole al oído a los artilleros cuyas baterías invisibles y distantes golpean allí donde les dicen. Retiembla la tierra y el aire se estremece. Los tanques y la artillería cambian la configuración del terreno pero dominando el caos, hendiendo limpiamente el aire asordado resuenan las voces frías, metálicas que transmiten las órdenes insistentes, apremiantes, inequívocas. Esta voz tonante y este oído agudísimo con que ha sido dotado el ejército permiten una irradiación maravillosa del ser humano, una proyección de la inteligencia y la voluntad dueñas absolutas de todo ámbito de la lucha por primera vez. Este es el milagro del sistema de transmisiones. En la oscuridad, como en el estrépito, a través del hielo y del fuego y de la distancia, el ejército mantiene su tacto de codos; vigila la corrección de sus líneas como en un desfile.
-Halló, halló… tanque 47 a tanque 48.
-Halló, halló… batería "A" dispara… batería "B" dispara… batería "C" dispara.
-Halló, halló… caza número 9 a jefe de escuadrilla…
-Halló, halló… puesto de mando a batería… batería a escuadrilla… escuadrilla a tanques... halló halló…
Este diálogo entrecruzado, este discurso intermitente, reiterativo, este razonamiento múltiple, esta resolución morosa del polinomio de la batalla, es el gran secreto de la guerra de ahora. Y esto lo hacen los norteamericanos como nadie. ¿Lo harán en la batalla real como en la simulada?
Esta es la gran cuestión: la única incógnita de este ejercicio (ejército) insuperablemente dotado y entrenado. Los periodistas neutrales después de visitar las unidades norteamericanas en sus acantonamientos de Irlanda del Norte, después de examinar sus máquinas y de verlas en acción hemos llegado a la conclusión de que a este ejército perfecto no le falta más que la prueba de fuego. Todo esto es irreprochable, pero ¿será igualmente eficaz en la batalla real?
Cuando el comandante general de las fuerzas norteamericanas en Irlanda, general Russell Hartle nos ha sentado en su mesa y rodeado de sus ayudantes, nos ha expuesto en sencillas y claras palabras su confianza en sus tropas y su fe en la victoria, hemos aprovechado su amable explicación para exponer nuestras opiniones personales y al decirnos la frase sacramental "Any questions?" uno de nosotros ha dicho:
--General, vuestro ejército es insuperable. Después de verlo en acción la única duda que puede caber en nuestro espíritu es la de si esa perfección teórica correspondería, llegado el momento, a la eficacia práctica para vencer. Falta saber si el mecanismo funciona en la batalla real con la misma exactitud que en el supuesto táctico. Nuestra única duda es ésta. La táctica de esta guerra se está inventando ahora. Las viejas tácticas han tenido que ser abandonadas. Es lógico pensar que el ejército más eficaz sea el que está creando con su propia acción la nueva táctica, el que está adquiriendo en los campos de batalla la nueva maestría. No hay todavía doctrina. No hay más que experiencia personal ¿No teme usted que en esta experiencia personal, que no puede haber sido adquirida en las academias, los ejércitos alemanes que vienen haciendo la guerra moderna por su propia iniciativa, es decir, creando la táctica, tengan una superioridad táctica sobre un ejército como el suyo que aunque irreprochable, no ha sido sometido todavía a la prueba definitiva de la batalla?
El general Hartle después de meditar un momento nos ha replicado:
- No tengo ninguna aprensión por el hecho de que las unidades enemigas hayan adquirido en sus campañas recientes una experiencia que el ejército norteamericano no ha podido adquirir todavía. La naturaleza del combate moderno no deja margen suficiente para una diferencia sustancial entre la maniobra y la batalla real. La máquina de guerra actual una vez puesta en movimiento no debe encontrar en la acción o en la resistencia enemiga ningún obstáculo que no haya sido previsto y vencido de antemano. (Ilegible)
Esta confianza expresada sucintamente por el general Hartle tiene su asiento en la concepción misma de la guerra mecanizada en la que nada debe quedar a merced del azar ni al arbitrio de la individual resolución. Los "imponderables" existen para el hombre pero no para la máquina. Por eso en esta guerra no hemos visto todavía verdaderas batallas al modo clásico, encuentros reñidos con alternativas inesperadas y desenlaces imprevistos. Cuando se tiene la fuerza que decide, se arrolla, se aplasta, se vence. Cuando no se tiene esa fuerza ni siquiera puede iniciarse el gesto defensivo. Los americanos la tienen.
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Domingo 16 de agosto de 1942
4. Guerra de Señores y Guerra de Esclavos
De todas las máquinas norteamericanas, la mejor es la máquina humana. Este soldado yanqui, bien alimentado, bien vestido, fuerte, optimista, seguro de sí mismo y de su Destino, es una herramienta de guerra insuperable. Lo que más me ha impresionado en los soldados americanos es el tono desenvuelto con que hablan de la guerra. Para ellos la guerra es como un trabajo arduo, una faena dura, un negocio difícil, que hay que rematar pronto y bien para pasar a otra cosa más interesante Ese fatalismo y esa desgana que pesan inexorablemente sobre los soldados de los viejos ejércitos es un fardo que los yanquis no saben ni quieren llevar sobre los hombros.
El norteamericano es un soldado desembarazado, suelto, con ideas propias y designios individuales. No es esa tropa sin alma que forma los grandes rebaños militares de Centroeuropa.
Es un soldado caro. Hitler reprochaba a los aliados el hacer una guerra de señores. Los americanos le irritarán más aún que los ingleses. Este lujo que el nazismo no concibe es pura y simplemente la conservación en el ejército de la dignidad humana, cosa que para los nazis es un lujo intolerable. Frente a la "guerra de señores" de las democracias, Hitler hace una "guerra de esclavos": una guerra que se sostiene únicamente gracias a los sufrimientos de una enorme masa de humanidad a la que se envía a morir fiando en su desprecio por la vida, desprecio que tiene precisamente su origen en la miseria, la ruindad y la tristeza de esa vida que no vale la pena de ser vivida puesto que ha sido despojada de todo cuanto pudiera hacerla amable, dejándole lo estrictamente indispensable para que la fiera humana hostigada se lance a morir matando. Esta es la moral del soldado nazi provocada artificialmente por la doctrina nazista. Lo que los doctrinarios nazis no concebirán nunca es cómo pueden ir al combate estos hombres que disfrutan de una vida amable y confortable, que siguen siendo hombres y no esclavos.
Pero es que en esta guerra se hallan en oposición, no dos doctrinas políticas, sino dos concepciones del mundo que son completamente antagónicas. Y, lo repetimos: el ejército norteamericano es el ejército que puede oponerse más entrañablemente al hitlerismo, no sólo por dogmas políticos que defiende ni por el dogma racial sustancialmente distinto de que el otro día hablábamos, sino por la disposición de espíritu de cada uno de los millones de los hombres que lo forman.
¿Quiénes se batirán mejor y sabrán morir más gallardamente, los esclavos hitleristas o los libres ciudadanos de las democracias? ¿Qué es más eficaz, la desesperación o el entusiasmo? ¿Qué da más fuerza al hombre, la plenitud o la miseria, la conciencia del valor que tiene la vida o la triste convicción de que no vale la pena conservarla?
Es evidente que para cometer un suicidio la disposición espiritual a que el nazismo lleva a sus masas es inmejorable. Pero la guerra no es un suicidio, al menos, para quienes aspirar a ganarla. Y mucho menos que ninguna otra guerra, esta de ahora en la que se exige al combatiente un esfuerzo más continuado que nunca, un heroísmo más persistente, más cotidiano. El hombre capaz de desarrollar el esfuerzo heroico que esta guerra exige, tiene que estar sostenido por una moral más fuerte, más sólida que la desesperación. No se trata, como puede creer el anacrónico samurái, de hacerse el hara-kiri cuando llega la hora, sino de estar en la trinchera días y días, meses y meses. No basta con el heroísmo de una hora; hace falta el heroísmo de todas las horas y de todos los días. Y este sólo se consigue dando al ser humano la plena satisfacción de todas sus necesidades materiales y espirituales, desarrollando la conciencia del propio valor, estimulando el gusto por la vida y pagando el sacrificio en su justo precio.
La población civil londinense aguantó medio año de bombardeos aéreos sencillamente porque Londres era la ciudad de Europa mejor dotada para atender a las necesidades de su población, y en esta confianza las mecanógrafas de la City sabían que permaneciendo en sus puestos mientras caían las bombas, ganaban el derecho a irse a bailar a los restaurantes elegantes cuando terminaban su trabajo. Veremos, cuando llegue la hora, si las poblaciones alemanas, esquilmadas y aterrorizadas, habiendo perdido el gusto por la vida, son capaces del mismo heroísmo y la misma resistencia.
En esta guerra hay que dar al combatiente todo cuanto merece el esfuerzo sobrehumano que se le pide. Nunca se ha exigido tánto al hombre, tánta devoción, tánta resistencia al sufrimiento, tan inhumanos esfuerzos.
He presenciado el entrenamiento para la batalla de los soldados norteamericanos. El hombre que va embutido en la coraza de un tanque, detrás de un cañón de grueso calibre cuya culata al disparar retrocede hasta un milímetro de su pecho desnudo haciendo retumbar la formidable explosión en su caja torácica; el hombre adiestrado para el asalto de trincheras a la bayoneta al que se exige un "sprint" final no inferior al de los héroes olímpicos; el ametrallador que con los ojos vendados tiene que montar y desmontar su máquina en el espacio de unos segundos porque, llegado el caso, le irá la vida, son héroes a los que se exige mucho más de lo que se exigió nunca a un soldado.
He visto patrullas atléticas lanzadas al asalto de trinchera que en trescientas yardas habían de hacer un esfuerzo sobrehumano tan formidable que en el breve transcurso de cuarenta segundos los hombres se agotaban, echaban el alma por la boca, ni más ni menos que el soldado de Marathon.
La máquina humana que debe resistir tales pruebas tiene que ser perfecta. El entrenamiento físico no basta; hace falta la disposición espiritual, el ánimo, el entusiasmo. Norteamérica cuida el motor humano mucho mejor y más cariñosamente que el motor mecánico. Por eso los soldados norteamericanos tienen ese aire que irrita y desespera a esas tropas de esclavos hitlerianos que aspiran a ser señores del mundo sin haber sabido serlo de sí mismos.
Puede afirmarse que el tipo de vida de este soldado yanqui no ha sido nunca superado en ningún ejército. Con sus tres uniformes, sus seis pares de calzado, su alimentación rica, y sus diversiones, su alta paga y sus confortables alojamientos, el soldado norteamericano tiene la íntima convicción de estar defendiendo algo que vale la pena ser defendido; su propio bienestar y el de su pueblo, la dignidad y el orgullo de ser todo un hombre. Esta "guerra de señores" será más larga, más costosa que la "guerra de esclavos" que hace Hitler dejando morir millones de hombres faltos de abrigo en las estepas heladas de Rusia, pero no sería ganarla sino perderla el convertir en esclavos miserables a quienes tienen que hacerla como héroes.
Se ha dicho que el genio es el resultado de una larga paciencia. Igualmente el heroísmo es el resultado de una larga preparación espiritual para cuando llega el momento culminante de la existencia en que hay que jugarse el todo por el todo. Esta predisposición natural la tiene el norteamericano como no la tendrá nunca la grey germánica aterrorizada y envilecida que marcha a la muerte con los ojos cerrados.
Fío más en un ejército de jugadores de rugby que en un ejército de galeotes. Con sus chaquetillas de cuero, guanteletes, sus cascos y su aire arisco y duro los norteamericanos dan la impresión de un ejército de jugadores de rugby capaces de la lucha más feroz y enconada, capaces de llegar a la máxima brutalidad y al máximo ensañamiento, si fuese preciso, a pesar de que su punto de partida sea este sentido deportivo de la existencia que es la gran razón de la fuerza norteamericana.