Yo, mi mujer y mis hijos
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1922.

He sido siempre muy poquita cosa; en casa de mis padres me llamaban "Mijita"; en la escuela me zurraban todos los chicos, y no sé cómo había en mi personilla insignificante sitio para que en ella se posasen a un tiempo tantas manos y tantas punteras de zapatos; en el Instituto y en la Universidad tuve que hacer mis estudios dedicando todo un curso a cada asignatura; en la cervecería todos mis amigos cuentan sus libaciones por vasos grandes; yo tengo que contarlas por buches pequeños; en mi casa todos comen con aquella voracidad que las gentes imaginativas atribuyen a los chacales; yo estoy equiparado para estos efectos a la cotorra que distrae los ocios y las malas intenciones de mi señora madre política.

Mi producción corre pareja con mi consumo; en mi larga vida administrativa al servicio del Estado he conseguido despachar hasta cuatro o cinco expedientes; dedicado por afición a las buenas letras he trazado en veinte años unas seis croniquitas, alguna que otra aleluya y hasta cierto soneto sin estrambote, que de no haberme dado él la inmortalidad, ya es difícil que la logre en lo poco de vida que aún me queda.

Y, sin embargo, he aquí un caso bastante extraño. Contraje matrimonio con una señorita lo más honesta que me fue posible encontrar, dada mi falta de recursos, y de entonces acá, transcurridos apenas doce años, mi mujer ha traído al mundo quince chicos, el que más y el que menos más grande que su padre; gordos, robustos, tragones, capaces ellos solos de poblar de nuevo el globo terráqueo si fuere preciso.

La primera vez que mi señora dio de sí, quedé altamente maravillado y orgulloso de mí mismo: aquel cachalote mantecoso, que berreaba apocalíptico, era hijo mío, prolongación de mi personalidad, reproducción –ampliada, por lo visto- de mi mismo ser.

Las reincidencias de mi cónyuge no han tenido solución de continuidad; de tiempo en tiempo, siguiendo unos cálculos infalibles, en los que entra por mucho la (ilegible) y ciertas señales de los tiempos para mí incomprensibles, mi mujer manifiesta una ostensible aspiración a la esfericidad que se resuelve, después de algunas molestias y no pocos gemidos por su parte, en una inscripción en el Registro Civil. Así hasta quince.

A la satisfacción y el orgullo que mis primeros hijos me produjeron, siguió luego la perplejidad y más tarde la estupefacción. Después medité largamente y terminó asaltándome una terrible duda. No es posible que sean míos todos estos hijos; es una necia presunción, por mi parte, la de creer que todas esas arrobas de carne sonrosada que constituyen mi descendencia, según el mentado Registro Civil, haya salido de la flacidez de mis carnes y lo exiguo de mis huesos. Indudablemente, en esta gran obra de mi prole ha habido una oculta colaboración. Y, ¡caramba!, debían habérmelo dicho. Siquiera para que no me hiciese ilusiones.

Llamé a capítulo a mi mujer; le hice notar lo incomprensiblemente numeroso de mi descendencia, y le expuse mis dudas con toda lealtad y rudeza. Yo me creía capaz de uno o dos de aquellos ballenatos; hasta de tres, fiando exageradamente en mis fuerzas. Pero, ¡de quince!

Mi mujer lo tomó por donde quemaba, y dos gruesas lágrimas rodaron por su cara redonda e infelizota, yendo a caer sobre la decimosexta hinchazón. Con la mano sobre el pecho me juró que todos mis hijos, desde el primero hasta el último, eran absolutamente míos.

Y no tuve más remedio que creerla.

A partir de entonces mis preocupaciones fueron aún mayores; mi buen sentido me decía que aquello no era posible; consulté a infinidad de médicos, que nada me dijeron en definitiva, y me devané los sesos inútilmente. Hubiera preferido la existencia de una colaboración fraudulenta a la impenetrabilidad de aquel misterio. Yo mismo estudié medicina y terminé sumiéndome en las ciencias naturales; la vida vegetal me ofrecía ejemplos consoladores; pero al final venía a la triste conclusión de que, aparte las diferencias cuantitativas de la germinación en cada género o especie, del grano chico o raquítico, nacía siempre grano chico o raquítico. Entonces me di a la teología, y estudié detenidamente el misterio de la encarnación. No sin gran trabajo, y gracias a que soy cristiano viejo, pude desechar la hipótesis de una colaboración celestial. Estuve también a dos dedos de hacerme teósofo: era lo único que me faltaba.

Al fin di con la anhelada solución y pude convencerme científicamente, sin la leve sombra de una duda, de que mi mujer era de una fidelidad absoluta, y de que, con arreglo a la lógica y a la naturaleza, todos mis hijos, absolutamente todos, podían ser míos; exclusivamente míos. Pero esta historia se hace ya demasiado larga y debemos dejarla para otro día. Aparte de que la solución es tan clara y tan vieja que, seguramente, todos la habrán adivinado. Si alguien no cae en ella puede consultarme. Públicamente me avergüenzo de mi tardío descubrimiento. Ya dije que siempre había sido muy poquita cosa.