Los guardias en la sierra
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1922.

El cuartelillo era demasiado pequeño; en él se alojaban cuatro guardias y un cabo con sus mujeres y sus hijuelos innumerables; había poco sitio y tenían que moverse como piojos en costura. Estas molestias mutuas provocaban frecuentes altercados entre las mujeres y los chicos. Los guardias eran hombres sensatos y dirimían entre sí estas querellas amistosamente y con estricta justicia; amonestaban gravemente a sus consortes cada vez que entre ellas estallaba la contienda por la posesión de un trozo de patizuelo o de un rincón de cocina, y se reiteraban recíprocamente sus palabras sensatas y cordiales.

Además, el campo era muy grande, y para el guardia, que, por defenderlo se esclaviza y afana, todo el campo es suyo. Así, pues, los hijos de los guardias salíanse gozosos del cuartelillo y gran parte del día estaban triscando libremente por las estribaciones de la sierra, o tendidos panza arriba al sol, en los prados.

La misión de los guardias era penosísima; se hallaban destacados en un rincón estratégico de Sierra Morena, y desde allí custodiaban una considerable extensión de terreno, ya que no contra las hazañas de los bandidos legendarios, contra las acometidas de los mineros hambrientos en tiempos de huelga y "lock-out", y contra los desmanes de los campesinos que, cuando se soliviantan, incendian las mieses y saquean las casas de labor.

Al poco tiempo de estar apartados del mundo, los alojados en el cuartelillo se habían hecho algo irritables, sobre todo las mujeres; aquella perdurable soledad provocaba en todos ellos un mutuo rencor, acrecentado cada día, que las mujeres no se recataban en mostrarse, y que los hombres intentaban ahogar con las frecuentísimas apelaciones a la sensatez que unos a otros se hacían con curiosa insistencia. Lentamente, aquel aislamiento, aquella soledad, aquel enfrentarse a diario con la naturaleza bravía de la sierra, les había ido quitando y suprimiendo todos los artificios y convencionalismos que son precisos para hacer un guardia de un hombre libre. Volvían, pues, sin darse cuenta, al estado de naturaleza en el que todo yugo es ominoso y tiránica toda disciplina.

Una tarde, el guardia Pérez, que volvía sudoroso y aspeado de recorrer las carreteras polvorientas de la sierra bajo el agobio implacable del solazo andaluz, encontró a su mujer que lloraba lenta y calladamente en un rincón de la alcoba. Inquirió el guardia Pérez, y supo que su mujer había sido ofendida gravemente por la mujer del cabo González; tranquilizó como pudo a su compañera y fue en busca del cabo; ambos se reiteraron sus excusas con machacona insistencia, y se apretaron las manos fuertemente una vez y otra. Cuando volvió al lado de su mujer estuvo consolándola con su sobria elocuencia, mientras ella movía lentamente la cabeza. No pasó más.

Otra tarde, el guardia Pérez, al regreso de la correría, encontró a su hijita –una pitusilla tristonzuela, escrofulosa y blanca de linfa- con la cabeza entrapajada; junto a la frente, un poco de sangre cuajada sobre un mechoncillo de pelo rubiasco, casi albina, de la nena, hizo al guardia Pérez sentir que se le iba algo que debía ser el alma y hallarse frío, descarnado, mondo y lirondo, como si bajo el correaje y el peso del fusil no le hubiese quedado más que el esqueleto y un gusanillo roedor allá en los recovecos del cerebro. Ya esta vez la mujer no lloraba; estaba seca y tiesa junto a la pitusilla, con las pupilas encandiladas y los dedos engarabitados. Cuando el guardia Pérez quiso saber lo ocurrido, ella se limitó a decir: –"¿Para qué?, ¿Para qué?"

El cabo González, un poco embarazado, vino a contarlo todo. Los chicos eran tan traviesos…, hacían tantas diabluras…, la mala suerte de aquella chiquilla…, él no había querido hacerle ningún daño…

Las convencionales explicaciones fueron aceptadas, y los dos hombres se abrazaron una vez más, nerviosamente, dándose cordiales palmaditas con las manos crispadas.

El guardia Pérez y su mujer se acostaron; ella estuvo callada largo rato, encerrada en un mutismo punzante; ya de madrugada lloró primero, y habló después susurrante, abatida, sugeridora. Cuando el alba se colaba por las junturas desiguales del ventanillo, los dos estaban febriles y se acariciaban heroicamente.

Un ahora más tarde el cabo González y el guardia Pérez salían de correría; varias veces hicieron alto en alguna fuente o algún ventorro para echar una copa y un cigarro sin cambiar palabra. Cuando ya el sol estaba en el cenit, se detuvieron en una altura y sacaron de las mochilas las frugales meriendas. Soplaba fuerte el viento, y la Sierra majestuosa infundía a los dos hombres su grandeza, su infinidad, su fuerza bravía, su libertad. Comieron sosegadamente; al final disputaron por un pretexto inverosímil; una hoja caída de un árbol, el rumbo del viento, el vuelo de un pájaro…

Vinieron a las manos, acometiéndose con alaridos de liberación; el cabo González llevaba las de perder, y volvió la espalda a su adversario, amenazándole: "Ya las pagarás, granuja; ya las pagarás". El guardia Pérez previó la delación, se echó el fusil a la cara y, rodilla en tierra, apuntó lentamente al fugitivo. En el momento oportuno la bala, entrando por la espalda, tumbó sobre las jaras al cabo González.

Se formó juicio sumarísimo, y el guardia Pérez fue muy justicieramente fusilado.