El marido de la fea
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1928.

Era intolerablemente fea. Fea por dentro. De esa fealdad que sale a flor de piel a través de los cosméticos, las pinturas y las sedas, que son capaces de destruir todas las fealdades superficiales; todas las fealdades que no sean, como la de aquella mujer, una fealdad de dentro a fuera, una fealdad íntima y consustancial.

La fealdad femenina es una de las cosas suprimidas por la civilización. Las artes cosméticas, los viejos secretos de tocador, que ya no son tales secretos, han acabado con la fealdad. Ya no hay ninguna mujer fea, socialmente fea, municipalmente fea. En las calles de las grandes ciudades no se ve nunca una mujer desagradable. La belleza se ha democratizado; está al alcance de todas las fortunas. Subsisten las feas sólo en provincias y en los arrabales. El colorete, el maquillaje, las cremas, el baño cotidiano, la falda por encima de la rodilla y la exhibición habilidosa de las formas bajo la grata mentira de las telas actuales han suprimido la fealdad.

Por eso aquella mujer lo peor que tenía no era su fealdad superficial, que al ser municipalizada bajo la luz de los arcos voltaicos o a la sombra discreta de las acacias callejeras podía ser tolerable, sino su fealdad interior, aquello de ser fea también por dentro. Era este fondo desagradable, sucio, de mala persona, de feminidad viciada, torpe y purulenta, que fatalmente tiene una traducción fisionómica, lo que más la afeaba.

El marido de esta mujer fea era un hombre razonable, discreto, ecuánime, certero en sus juicios y de una agudeza excepcional al considerar todas las cosas y al juzgar a todas las personas. Menos cuando se trataba de su mujer. Entonces perdía su clarividencia, desaparecía su fina sensibilidad y no sabía ver a través de aquella arpía más que a una criatura excepcional dotada de todas las gracias. ¿El amor? ¡Bah, el amor! Sabemos a qué atenernos respecto a ese desacreditado tabú.

Era inexplicable; pero aquel hombre se rendía emocionado ante aquella mujer fea, desagradable, indeseable unánimemente considerada. Si hay algo capaz de despertar la antipatía universal, eso era lo que tenía aquella mujer. Cuantos se acercaban a ella experimentaban el mismo malestar, el mismo sentimiento de repulsión. Menos el marido, que seguía considerándola como un ser de excepción, síntesis de todas las virtudes y bellezas.

Cifraba este hombre su orgullo en ser más sutil y comprensivo que nadie, y creía que los encantos de su esposa eran algo tan alquitarado que las gentes vulgares no los percibían.

Creía que los demás eran unos idiotas incapaces de descubrir el valor inapreciable de aquella mujer que él había escogido. Al verle reflexionar así se pensaba por un momento que acaso tuviese razón; que tal vez hubiese una injusticia universal en el movimiento de repulsa que ella producía. Pero bastaba volver a verla, oír su voz ingrata y advertir su pensamiento sucio para reaccionar violentamente.

Ella era lo suficientemente inteligente para no ignorar su fealdad; eran bastante crueles las gentes que la trataban para hacerle notar su repulsión. Y el marido de la mujer fea, que advertía una cosa y la otra, sufría viéndola sufrir y agradecía con toda la ternura de su alma cualquier galantería ritual que se tuviese con la infeliz mujer.

En sus momentos de optimismo, la fea se hacía la ilusión de que agradaba a alguien más que a su marido, y era grotesco verla haciendo carantoñas al primer hombre que se le acercaba con buen talante. Hubiese estado dispuesta a todo de haber encontrado a otro hombre capaz de demostrarle algún afecto. No lo encontraba, y su prurito de gustar la llevaba a unos coqueteos desaforados, que la hacían parecer peor aún de lo que era. Después, gozaba provocando la ira del marido contra sus supuestos adoradores y le hacía representar terribles escenas de celos que le aplacaban aquel vivo dolor de sentirse fea y desdeñada.

Aquellas comedias grotescas no satisfacían, sin embargo, su vanidad, y el marido, que piadosamente se prestaba a ellas, llegó a desear la aparición milagrosa del hombre capaz de hacer el amor a su mujer.

Esto era una vana ilusión. La fea no tendría nunca ocasión de olvidar lo que era y viviría siempre amargada y sañuda.

Al ocurrírsele aquello estuvo a punto de ir a la consulta de un psiquiatra para someterle, alarmado, su caso.

Estaba trabajando sosegadamente en su oficina, y a medida que iba redactando su informe, inclinado sobre su pupitre, perfilaba mentalmente su plan. Cuando advirtió la altura a que habían llegado sus lucubraciones y en un momento de recapacitación se dio cuenta de lo absurdo de su propósito, enrojeció súbitamente, y él sólo, en la soledad de su despacho, se quedó avergonzado y cohibido ante sí mismo.

Pero aquello no se le iba ya del pensamiento y rumiándolo llegó a encontrarlo lógico. Anduvo todavía solitario y hermético, divagando por las calles con las manos en los bolsillos y el sombrero en el cogote. Hasta que se decidió.

Aquella tarde, al salir de la oficina, cogió del brazo a una de los delineantes, un chicarrón simpático, inteligente y discreto, y se lo llevó a tomar una cerveza en los ventorrillos de las afueras.

Bebieron abundantemente y la noche les cogió caminando vacilantes por los desmontes con un aire lento, tierno y humanizado; con esa humanidad blanducha y anegada del bebedor de cerveza en los países meridionales. Entonces, sólo entonces, a media voz, balbuceando, se atrevió a volcar sus confidencias en aquel muchachote, que tenía una embriaguez bondadosa como de vaca ahíta. Cuando él le contaba la grotesca tragedia de su mujer, fea, dramáticamente fea, el muchachón se apesadumbraba tanto, tanto, que le apretaba contra su pecho de percherón, y haciendo fervientes protestas de amistad le decía que estaba dispuesto a todo, con tal de conseguir la felicidad de amigo tan bueno y tan triste como aquel. El amigo triste y desgraciado sólo porque su mujer era fea y nadie la quería.

-¡Si tú quisieras...!- aventuró tímidamente el marido.

-Porque seas feliz soy capaz de todo lo que me pidas- contestó el chicarrón, enternecido al verle tan apesadumbrado, tan encogido, tan irremediablemente triste.

-¿Por qué no le haces el amor a mi mujer?

-Eso es una locura. Tú estás borracho.

-No, no estoy borracho. Es tan absurdo, tan insensato lo que te pido, que precisamente por eso no me avergüenza pedírtelo. Si ella se sintiese amada, si lograses hacer nacer en ella la satisfacción y el contento de sí misma... acaso la hicieses feliz. No pasaría nada; yo estoy seguro. Yo sé que ella es buena; que no sería capaz de engañarme. Pero no será feliz mientras no encuentre una pequeña satisfacción para su vanidad. Es fea; ya lo sé. Pero es mujer. Ayúdame a hacerla feliz. ¡Sé bueno! ¡Sé bueno!

Se echó a sus pies y le besó las manos.

Después se lo llevó a cenar a casa.

Ella empezó a estar radiante. Y hasta un poco menos fea, que la satisfacción interior de sentirse deseada por aquel mocetón la encendía por dentro y le salía a la cara en vivos colores. El marido, al verla feliz, lo era también, y a solas se frotaba las manos de contento. Notaba el aplomo, la seguridad, el orgullo de ella y ni siquiera se dolía de que este orgullo fuese a veces molesto y despectivo para él. Le trataba peor que antes, con más dureza, con mayor desprecio. Pero él no lo notaba. La veía resplandeciente y le bastaba con estar en el secreto, con la satisfacción recóndita del hombre inteligente que se siente motor oculto de las cosas.

Pretextando quehaceres, se ausentaba de la casa y se estaba largas horas en los cafés, mientras el bondadoso delineante entretenía con sus galanteos a la infeliz mujer. No pasará nada –se decía-; gracias a este artificio, la pobre está gozando de una ilusión que le estaba vedada.

Desde la primera tarde, el delineante y él, ruborosos, no habían vuelto a abordar francamente el tema. Se entendían con medias palabras, con gestos, con ademanes. Aquel chico era tan bueno, tan inteligente...

Una tarde dormitaba filosóficamente en el diván de su café favorito, cuando vio llegar súbitamente al chicarrón.

-¿Qué pasa? –le preguntó sobresaltado.

-Una catástrofe. Al principio creí que podría conjurarla, pero ya es imposible. Esta farsa tiene que acabar hoy mismo. Tu esposa está locamente enamorada de mí.

-No; no seas petulante. Ella se siente halagada por tus galanterías. Pero nada más.

-Te juro que no. Está furiosamente enamorada de mí, y ya no sé cómo quitármela de encima. Hay que desengañarla hoy mismo.

-¿Desengañarla? ¡Imposible! ¡La haríamos tan desgraciada!

-Es que si no la desengañamos, el desgraciado lo serás tú. Es decir, no lo serás, porque yo no quiero.

-¿Pero ella?

-Ella lleva acosándome dos semanas; acaba de decirme que lo tiene todo preparado para fugarse mañana al amanecer conmigo. Y yo no me fugo con tu mujer pase lo que pase. Mi heroísmo no llega a tanto.

-Ni yo lo consentiría.

-Bueno, pues no seamos insensatos. Esto no puede pasar de aquí. Ahora mismo vas y le dices a tu mujer que estás enterado de todo, que le vas a dar una paliza, que yo no la quiero, que me parece un adefesio, lo que sea. Esto lo arreglas hoy mismo. Tu mujer no me deja vivir; no tengo paciencia para más. Contra lo que tú supones, tu mujer está dispuesta a todo.

El marido bajó la cabeza entristecido. Miró a su amigo tiernamente y estrechándole la mano, le dijo:

-Gracias, muchas gracias.

-No me des las gracias. Por ti estaba dispuesto a todo; menos a engañarte.

-No; no me lo digas.

-¿Entonces, mañana? Me ha dicho que esté a las siete en un "taxi" con las cortinillas echadas, que debe esperarla en la esquina del Gran Teatro.

-No vayas. No vayas más. Este asunto se ha terminado. Muchas gracias, amigo, muchas gracias.

A las siete de la mañana, la fea entreabre temblorosa el portal de su casa y echa a andar nerviosamente por la acera, en dirección del Gran Teatro.

Lleva en la mano un pequeño cabás y disimula su cara fea bajo un tupido velo. El airecillo matinal le hincha los pulmones de un precioso elixir de vida. Las acacias verdes que destilan sobre ella el rocío como quintaesencia de la noche, le hacen ventear algo tan fresco, tan claro, tan jugoso como no lo había venteado nunca. Es la felicidad. Pasan aprisa los madrugadores, limpios, ágiles, alegres; con la alegría de una larga jornada por delante. Taconea ella graciosamente y cuando, al volver la esquina, el sol, a ras del suelo, se precipita sobre ella y la incendia, se siente maravillosamente transportada a la zona de luz del mundo, a la gloriosa región donde se mueven las otras, las que son felices, las que no son feas.

Se zambulle deslumbrada en la penumbra del "taxi", que la espera con las cortinillas echadas. El marido la acoge silencioso con un beso frío en la frente.

Cuando vuelve a mirar a la calle, ya todo tiene otra vez esa media tinta, ese desvaído, esa veladura que el mundo ha tenido siempre para ella.