El hombrecito de la limalla de oro
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1926.

Era un hombrecito triste, maduro ya, cargadas las espaldas, trabajado el rostro moreno, que debió ser blanco y armonioso en la adolescencia, claros los ojos y el aire distraído. Venía de sorberse la tarde trago a trago a lo largo de las rondas que, ya anochecido y escamondadas por el aire delgado de Castilla, daban una neta sensación de intemperie con sus esqueletos de árboles y sus faroles de luz blanca y fría. Anhelaba ya ganar la casa, aquel gigantesco cubo de ladrillo, avanzada valiente de la urbe que recortaba en la línea del horizonte su masa blanqueada, veía nacer y ponerse el sol y miraba de lejos y con envidia a la ciudad. Vivía en ella gente toda de medio pelo.

Matrimonios jóvenes que cumplirían allí su condena; gente llegada de provincias, que da a los arrabales un tinte aldeano ya descolorido; ex cocineras casadas después de haber hecho su pacotilla con algún hombrachón harto de trabajar y malvivir; mancebitas hijas de buenas familias que poblaban la resonancia de los patios interiores con el moscardoneo de sus fonógrafos y con sus caras de tontainas iban contando a todo el mundo la escena aquella de la seducción mientras mecanografiaban o cosían. Policías, maestros de escuela, empleados y ordenanzas se repartían los cuartos interiores, y en los sótanos hallaban su cobijo docenas de trabajadores, madres e hijas que ejercían la prostitución discretamente, un afinador de pianos, una santera, familias todas miserables, con una miseria vergonzante que se advertía a través de las ropas zurcidas y el zapato lustroso y sin suela. Galeotes de aquel navío de alto porte anclado a orillas de la gran ciudad, iban y venían como piojos en costura por los corredores sombríos, siempre aprisa, malhumorados siempre, cada cual atento a sus hambres y sus dolores. Desde su jaulita el portero, con su cara dura de ex guardia civil, vigilaba los movimientos del enjambre.

Cuando vio llegar al hombrecito salió a darle la noticia. Había estado a verle su hija. Le oyó el hombre sorprendido y fijó en él una mirada pesada y profunda.

-No se preocupe, D. Rafael- se creyó en el caso de decirle-, creo que levanta el vuelo. Me pidió la llave del cuarto, subió y allí estuvo un rato. Me parece que ha dejado arriba algo que traía; no sé. Acaso hice mal en dejarla subir. -Hizo usted bien, portero. Venía a su casa.

Don Rafael dio las gracias y se hundió en los corredores de la colmena, saturados de un olor agrio a coles cocidas.

Nació platero, hijo de platero y nieto de platero. Último vástago de una gran familia de orfebres, cinceladores, repujadores, batihojas y grabadores, cuyas marcas y punzones se heredaron de padres a hijos, vino a nacer en una vieja ciudad andaluza cuando ya el arte y la industria de los plateros se extinguían como todas las artes industriales de las viejas ciudades de España. A despecho de la tradición de familia, su padre no era ya más que un mísero buhonero, que salía a malvender su filigrana por la serranía y las minas.

Siendo niño le hicieron ver demasiadas noches la procesión de los ángeles, fantasmal teoría de seres de oro y nácar, que, según dicen las madres menesterosas, se aparecen durante el sueño a los niños que se resignan a dormir sin haber cenado.

Luego llegó a saber su oficio y acompañó a su padre en las correrías. Trabajando en aquel tallercito que olía a clavo, canela y albahaca junto al patio poblado de cidros y naranjos, en donde explotaba el sol, halló el encanto de tener el alma puesta en el oficio, y con esto se creyó bien pertrechado para la vida.

Pero apenas fue hombre advirtió que el mundo no necesitaba de su buena manera de trabajar. Tenía un ritmo lento y cuidadoso que la gente ya no admira. Había que vender por el coste del metal la alhaja, que llevaba prendido en su labrado algo de la vida del artífice. Nadie le requería y la miseria rondaba su casita. Se convenció pronto de que el mundo había que conquistarlo con otras armas que aquella limitada aptitud profesional.

Triunfaban los ágiles, los improvisados, los de actividad dispersa, atentos a los resquicios del vivir.

La gente al uso, arbitra, corre, se afana, inventa, cae y se levanta empujada por furiosas apetencias que a toda costa hay que satisfacer. Para esta lucha había que saber algo más que la “Varia conmesuración” del maestro Arfe.

El fracaso le hizo soñador y le alejó del lento y honrado trabajo de sus manos hábiles. Se advirtió rezagado e inactual, y sintiendo que se ahogaba en la vieja ciudad adormecida, se arrancó de cuajo y se lanzó a la urbe. Desarraigado, perdido, fue a la deriva, probando los mil oficios urbanos, en los que fracasaba fatalmente. Paseante, divagador, eterno pretendiente, fue envileciéndose en la espera. Todo su valer como ejemplar humano se perdía. No tenía una luz en la frente, sino una destreza en las manos, y su fracaso fue absoluto, porque no aspiraba más que a ser remunerado, y jamás lo fue.

Compartió su éxodo y su derrota una mujercita descolorida, los pómulos salientes, bonita, sin embargo, con esa belleza intermitente y ensombrecida de las gitanas; fue su mujer una promesa que la vida había ido incumpliendo; le venía ancho el vivir, y se apagó lentamente en quince años de pobreza, dejándole dos hijas, ya de otro temple, que apenas mozas abandonaron al padre en su penumbra, y con un claro sentido de la vida nueva se aferraron al vivir intenso. Eran fuertes, estaban apetitosas y pronto se perdieron en la dispersión del mundo.

Entonces se dio cuenta de que estaba arruinadito y cascado. Erró el vivir; no había hecho otra cosa que luchar cara a cara con el dolor, y ahora veía cómo la gente nueva se hurtaba a él, se sacudía y espolvoreaba, siguiendo gozosa sus instintos. Esta convicción de haberse equivocado le traía abatido. No es que se resignase, no; cada vez que el dolor le mordía se quejaba; pero tenía una dignidad íntima para soportarlo, una entereza ejemplar, que le hacían ser el hombre a la medida del dolor.

Dos años llevaba ya a solas con su tristeza. De las hijas idas no tuvo nunca noticia. De improviso, una de ellas volvía. ¿Para qué? Examinó en una ojeada el mísero cuartito. Todo estaba tal y como lo dejó al salir.

Cogió sus bártulos y se puso a trabajar sosegadamente.

De súbito oyó muy cerca de sí un quejido. Miro en torno sobresaltado. El quejido era ya fuerte llanto, franco berrear, hipar angustioso de una laringe no acostumbrada al paso del aire todavía.

Sobre su cama halló un paquetito de carne estremecida, que en las convulsiones del llanto amenazaba reventar. A duras penas pudo coger aquello y largo rato estuvo considerándolo, como si se tratase de un auténtico milagro. Prendida en la faja con un alfiler traía una carta. Era de la hija, que pedía amparo y perdón para aquella criaturita que en el azar del vivir le había nacido. “Ampáralo, padre, -decía-. Yo tengo que seguir mi camino. Un hijo es una perdición para mí; nos perderíamos los dos. Padre, tú sabrás hacer de mi hijo un hombre; yo no”. Se quedó con la criatura en los brazos como quien ve visiones. Arreciaba el cachorro en su gañir y durante un buen rato anduvo el hombre de un lado para otro como entontecido. Acertó por fin en darle a chupar un trapo empapado en agua azucarada, y esto le hizo callar; entonces el viejo se sosegó un tanto y se puso a cavilar sobre lo que podría hacer con aquel inusitado presente de los dioses. Lo primero que le asaltó fue la terrible responsabilidad que el nuevo ser le procuraba.

“¿Yo un hijo ahora? ¡Imposible! ¿Cómo sabré hacerle un hombre si no supe hacerme a mí mismo? Mi vida es mísera; estas inútiles manos mías no sabrían ganarle el sustento”.

El hombrecito se hallaba espantado, “No, no lo recogeré- se decía-. Yo no puedo criar y educar hijos. ¿A qué perpetuar esta incapacidad mía? Acabe en mi este dolor de ser blando y torpe frente al mundo”. Y encarándose con la criatura dormida le decía: “Vete, vete; yo sólo te enseñaría a sufrir. Sé como ellos, como el padre que te engendró despreocupado y la madre que te abandonó sin pena. Rueda por las calles y aprende el fiero vivir de esa gente. Acaso tengan ellos razón”.

Avanzaba la madrugada, y el hombrecito tenía ya la cabeza como una devanadera. Abrió la ventana; la noche clara, vista a través de la luz eléctrica, tomaba una vivísima tonalidad azul. Se asomó y unos minutos estuvo escuchando el silencio del mundo. Frente al descampado le asaltó un terror supersticioso de hombre primitivo. Así le sobrecogió el conticinio, la hora diáfana en que el pensamiento toma gravedad y transparencia y el alma, en cueros vivos, adquiere la noción del universo. Un sentimiento difuso de la muerte le tomaba, y como surgiendo de un paisaje desolado, veía la realidad de su vivir, más implacable, más frío y desnudo que nunca. Se hallaba aterido, temblando. El niño empezó a llorar. Entonces lo cogió, y alzándolo a la altura de su cabeza lo volvió de cara hacia un nubarrón plateado por el resplandor de la ciudad, y le dijo:
-Mira, hijo; allí abajo tendrás que conquistar tu vivir. A mí no supieron enseñarme a conquistarme el mío. Me dijeron que fuese bueno y trabajase. Y me engañaron. ¡Aprendí a dominar mis apetencias y a sujetar el ritmo de mis venas al ritmo de un oficio! ¡Aprende cuánto mal me han hecho! Tú ya no irás engañado. Haré de ti un hermoso y fuerte animal, cultivaré tus instintos, te enseñaré a no mirar hacia atrás y a desdeñar las procesiones de ángeles. Desecha de tu lado la ternura, hiere, goza, que nada te encadene. Se ha hecho tabla rasa de todo y el mundo será, ahora más que nunca, para los que sepan andar desembarazados. No tengas piedad, que el vivir no la tiene. No te atormente nunca el ansia de perfección espiritual. Poca cosa es el espíritu. El progreso material lo señorea todo; por doquiera máquinas, máquinas, monstruos prestos a triturar las almas. No fíes en tu valer humano. La tensión de la vida de ahora rompe los resortes de la blanda humanidad. Defiéndete : que ese progreso material te acorace. Yo te haré fuerte y malo. Y vivirás.

Trémulo, delirante, sacó fuera de la ventana el cuerpecillo del recién nacido, y lo exhibió como un trofeo ante las cien mil pupilas indiferentes de la urbe. Un perro del descampado vio aquello, y con sus ladridos se le contó a otro perro de más allá. Y éste a otro. Y éste a otro. Con su latir, los perros fueron diciéndoselo hasta darle la vuelta a la tierra.

Salió muy de mañana decidido a todo. Ya al salir le gustó el mundo. Junto a la colmena había unas casuchillas despanzurradas en los corralillos que exhibían al sol la intestina miseria. En una de ellas una vieja, retevieja, con la cara costrosa y la boca desdentada, jugaba, vuelta a la infancia, con una cestita, en la que le habían puesto unas cuentas de vidrio; más allá, un viejecillo enjuto esperaba a morirse con unos zorros de papel entre las manos mientras las moscas revoleteaban por su cabecilla monda y lironda; tumbados con la panza al sol, unos chiquillos chupaban la pulpa de unas frutas, y de vez en cuando se oían voces pastosas que, como parábolas, hacían lentamente su camino a través de la atmosfera densa, saturada de azul.

Le gustó el mundo y se quedó embelesado en contemplarlo.

Reaccionó luego. Este inefable encanto del vivir es lo que me pierde, pensaba. El mundo es de los descontentos, de los que no se detienen en su contemplación, de los que no se rinden a la sugestión humilde de las cosas. Él cargaba demasiado su zurrón. Mientras en la colmena todos se afanaban, atento cada cual al papel que les confiara la divinidad, solidarizábase él con los afanes, gozos y tristezas del enjambre de modo tal que parecía haberse olvidado de sí mismo, estar fuera de sí, viviendo en los demás, tan enajenado y absorto, que más extraño le parecía su propio vivir que el de sus vecinos.

Pero aquel día iba dispuesto a pronunciar la palabra maravillosa, el “Sésamo, ábrete”, que no osó pronunciar en treinta años. El espoleo de aquel nuevo ser confiado a su tutela, le hacía sentirse hombre de presa y desdeñaba su viejo sentido de la humanidad, convencido de que el mundo ha sobrepasado ya la medida de lo humano. La civilización -pensaba mientras iba por la acera- no es ya humana. Es un mito moderno que exige, como las divinidades bárbaras, el sacrificio de lo mejor nuestro, lo más blando y cálido del ser.

Así fortalecido, callejeó a buen andar durante varias horas. Iba dispuesto a que le ocurriesen cosas extraordinarias. Sentía agudamente la necesidad de hacer algo inusitado que rompiera sus ligaduras con el viejo modo de ser. Llevado de este fervoroso propósito, fue y vino, propuso fantásticos negocios a gentes inverosímiles, ofreció servicios absurdos y se aventuró hasta en lo más abyecto; todo, lo más bajo y ruin, le parecía bien con tal de salir de aquella conformidad que le había aprisionado y amenazaba aherrojar también aquel paquetito de carne sonrosada que le llovió del cielo.

Pero a despecho de su voluntad, nada le sucedía. El mundo moderno es más hermético de lo que parece. Las gentes van encarriladas, viviendo trabajosamente en heroicas jornadas de un heroísmo cotidiano que nada altera. Ya no hay más que ese heroísmo anónimo y multitudinario. No pasa nada. Hora tras hora, cada cual en su lugar, todos sacrifican lo mejor suyo a ese terrible mito de la urbe, la patria o la civilización. A lo largo de su peregrinaje no encontró el hombrecito más que lo que podía hallar: un mercader de baratijas refugiado en un rinconcito penumbroso que le ofreció unas pocas monedas por el trabajo de unas alhajitas primorosas. Cuando salía de aquel tenderete ensombrecido le cegó la calle llena de sol que los mangueros inundaban inventando fugaces arcos iris con los chorros de sus mangas. Venía de la penumbra y el resol de la acera le dejó aplastado.

Llenando la calle de alegres sonidos y colores radiantes, venía una charanga. Al pasar junto a él, los tambores le redoblaron en las tripas vacías y un momento se halló aturdido, desorientado y vacío.

Se alejaba la turba patriotera y siguió andando presa de una angustiosa sensación de soledad. Advertía en los transeúntes una apariencia extraña de marcianos. En una gran ciudad un hombre puede llegar a sentirse abandonado como en una selva. Anda, y no escucha en el confuso rumor de la multitud un solo acento humano. Solitario entre millares de almas, está en el trance heroico del primer poblador.

Avanzaba la tarde y tocaba a su fin aquella triste jornada, en la que había puesto su más ferviente voluntad de poder. Todavía callejeaba, aspeado, rendido, vacilante, con los zapatos llenos de polvo y los ojos de letreros. Tenía la ilusión de disolver su dolor en muchedumbre, de repartirlo, de dejarlo olvidado en una esquina.

Dio en un jardincillo y allí se quedó un poco a reposar. Lentamente una reacción saludable le tomaba. Sintió algo muy dulce que del subsuelo le subía a la boca. Cerca, a la espalda de un cuartel, una cáfila de mendigos esperaba a que los furrieles les fuesen repartiendo la bazofia.

Humillado, vencido y hambriento fue a ponerse en la fila de los miserables y probó el rancho agrio. Ésta había sido su nueva conquista del mundo.

A la noche, el cigarrillo en la comisura de los labios dorando a fuego lento el bigote, las manos en el tornillo, la cabeza inclinada, hilaba otra vez sus filosofías. Pasaba la lima suavemente, y la limalla de oro caía sobre el blanco paño, cuidadosamente extendido.

De tiempo en tiempo alzaba un momento la cabeza y dejaba perderse la mirada en las paredes y el techo, sombreados por la pantalla. A través de la ventana abierta, la lejanía azul. Se sentía gozoso allí, con sus viejos diseños, su herramienta y su destreza. Frente a él, la eternidad, el espacio y el tiempo; todos los caminos abiertos mientras se demoraba al ir torneando una joyita.

Muy cerca el recién nacido sonreía a los ángeles que en el sueño iban a festejarle. Se le acercó blandamente emocionado:
-Yo te enseñaré- le susurró al oído, -a tomar el gusto a la vida. Aprenderás de mí el buen ver, la buena manera de mirar. Conocerás el encanto de la limitación, del deber cumplido y del trabajo bien terminado. Artesano, artífice o artista, ama más que nada esta penumbra civil que salva del turbión de la gente desatada. No pierdas la medida de lo humano. Que no te inquiete la grandeza del mundo ni te tiente ningún heroísmo. Desprecia el bien y el mal, vive de verdad, a cuerpo y alma limpios, y no huyas el dolor con salvajes terrores. Si tu dolor es tuyo, ¿por qué has de hurtarte a él? Esto es todo lo que puedo darte, lo único que hasta aquí se ha salvado. Heredé la fe en el esfuerzo; aumenté el patrimonio con esta incorporación del dolor. Acaso tú consigas algo más. ¡Nos falta ya tan poco para la felicidad!

Arropó al niño, empezó a caer de nuevo en el paño la limalla de oro y se sintió tan hondamente satisfecho, tan saturado de nueva alegría, que quiso lanzar su alma al cielo, como un arquero su saeta.