El crimen de anoche
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1922.
Ilustración de López Ruiz

La crónica negra tiene que registrar desde anoche un nuevo crimen que, por las circunstancias especiales en que se ha producido, la calidad de los protagonistas y el misterio que los rodea, interesará vivamente a la opinión pública, sobrepujando en sensacionalismo al último atentado contra las Juntas de Defensa.

Recogiendo versiones distintas en el lugar mismo del suceso, y siguiendo de cerca las investigaciones de la Policía, que ya tiene una pista, como no podía menos de suceder, daremos a nuestros lectores un relato, en el que no omitiremos detalle alguno por nimio que parezca. Premuras de tiempo y espacio nos impiden hoy publicar la foto en que aparecen las vísceras de las víctimas; pero en nuestro próximo número gozará nuestro público su contemplación.

ANTECEDENTES. Hace ocho años contrajeron matrimonio la bellísima señorita de Gómez y el instruido ingeniero don Juan Jiménez. La felicidad conyugal no se alteró en todo este tiempo, y el matrimonio, según nos han dicho sus familiares y algunos vecinos, hacía una vida normal y ejemplarísima, sin que jamás hubiese entre ellos motivo de discordia. Favorecidos por una sólida posición social, jóvenes ambos, disfrutando de una salud envidiable, y dotados de apacibles caracteres, que se ensamblaban completándose, habían logrado el disfrute de una felicidad estable que no se recataban en mostrar. Ellos mismos dijeron en varias ocasiones a sus íntimos que la dicha que les envolvía era completa.

Los negocios del marido marchaban con una prudente prosperidad, y la esposa frecuentaba, al lado siempre de su esposo, algunos círculos aristocráticos, los espectáculos públicos y el trato íntimo con personas de gran significación social, que dispensaban una alta consideración a la feliz pareja.

PRIMEROS INDICIOS DE LA TRAGEDIA. Hace algún tiempo, los conocidos del matrimonio creyeron advertir cierta desazón en los cónyuges; véaseles inquietos, distanciados; la señora se quejaba de frecuentes jaquecas, excusando así algunos deberes de su vida de sociedad, y el marido desaparecía a intervalos requerido por ineludibles quehaceres y súbitos viajes. El rumor público aseguraba que la felicidad del matrimonio se había extinguido, y en el círculo de sus relaciones se hacían muchos comentarios, algunos poco piadosos o demasiado astutos, que no recogemos, con nuestra proverbial discreción, por su índole privada y porque afectan a la honorabilidad de la señora Jiménez.

LO QUE VIO LA PORTERA. Hemos sido los primeros en hablar con la portera de la casa en que habitaba en el matrimonio. Era una buena mujer, entrada en años, viuda de un guardia de Seguridad y natural de Cuenca. Decimos todo esto para que no pueda dudarse de la veracidad de sus palabras. Por ella supimos que hace quince días el marido se ausentó del domicilio conyugal, no regresando hasta la noche de autos.

-Durante este tiempo, -le preguntamos,-¿la señora recibió visitas de algún caballero?

La portera titubeó y al fin contestó afirmativamente.

-¿Joven o viejo?

-Así, así.

-¿Tenía alguna seña particular? ¿Llevaba alguna cosa que permitiera reconocerlo?

-Sí, señor; un saco.

Esto nos despistó. La hipótesis de un amante carbonero o trapero no era admisible, dado el buen gusto de la señora de Jiménez. Ahora bien; el hecho de que el amante no hubiera sido visto por la portera no excluía su existencia. Seguimos pues nuestras pesquisas.

-¿Qué vio usted la noche de autos?

-Vi llegar al marido.

-¿Venía contento?

-No, señor; subió la escalera refunfuñando y gruñendo.

-¿Gruñía o imitaba a algún otro animal de más consideración y peso?

-No puedo precisarlo.

-¿Notó usted algo extraño en él?

-No, señor; llevaba el sombrero encasquetado hasta las orejas.

-¿Qué oyó usted?

-Primero, nada.

-¿Y después?

-Un tiro.

¿Qué olió usted?

-Olí a pólvora.

-¿Nada más?

- A pólvora, a cuerno quemado y a demonios encendidos ¡Qué sé yo!

La portera, enfurruñada, no dijo más; creemos, sin embargo, que en el pecho de esta mujer sencilla se oculta un terrible secreto; acaso el secreto del amante que ella tiene escondido aún en cualquier desván o alacena de la casa del crimen.

UN CUADRO ESPANTOSO. Penetramos en el cuarto que habitada el matrimonio casi al mismo tiempo que el Juzgado. Todo estaba en orden. La tragedia, sin embargo, se mascaba. Al abrir la puerta de la alcoba, el cuadro que se ofreció a nuestra vista era aterrador. Sobre el revuelto lecho, la esposa, medio desnuda, velados apenas sus encantos, yacía derribada en posición decúbito supino. Ya saben nuestros lectores qué terrible posición es esa. Un hilillo de sangre corría por su frente nacarina, coagulándose en los rizos de oro de la cabellera abundosa y manchando trágicamente la nívea almohada.

A dos metros del tálamo vimos, desplomado sobre una elegante descalzadora, el cadáver del infortunado señor Jiménez. Tenía una herida de arma de fuego, con orificio de entrada por el parietal.

Su brazo derecho pendía inerte, tocando con la mano yerta la rica alfombra de Damasco, sobre la cual se hallaba una pistola que, si aun no estaba humeante, no hacía mucho que dejó de estarlo.

LAS ACTUACIONES JUDICIALES. El Juzgado de guardia, formado por el digno X, el dignísimo X.Y. y el archidignísimo X. Y. Z., instruyó las diligencias de rigor y dispuso el traslado de los cadáveres al Depósito judicial, donde hoy les será practicada la autopsia a presencia de numerosos amateurs de esta clase de espectáculos.

LOS CRÍMENES DEL ADULTERIO. RECONSTITUCIÓN DE LOS HECHOS.

Aun no se ha puesto en claro si el marido se suicidó antes o después de haber asesinado a su esposa. Creemos, sin embargo, que la reconstrucción de los hechos que más se aproxima a la verdad es la siguiente:

El señor Jiménez debió tener hace algún tiempo sospechas de la infidelidad de su esposa. Confirmadas estas sospechas, decidió sorprender a la adúltera y a su amante; para ello simuló un viaje, y regresando inopinadamente a su domicilio, logró cogerlos in fraganti. Entonces dio muerte a su esposa y, atormentado por la desesperación, volvió contra sí el arma vengadora, poniendo fin a su existencia desgraciada.

Ahora bien, ¿y el amante? Seguramente logró escapar, acaso en complicidad con la portera. Nos dicen que se trata de un conocido sportman que frecuenta la Gran peña, pero nos abstenemos de recogerlo. Los lectores de nuestro periódico tendrán mañana una amplísima información de este crimen: seis páginas, truculentos grabados, sensacionales revelaciones de un portier.

* * *

Lo que vio el reportero, lo adivina el cuentista o cree adivinarlo. Hubo crimen y suicidio; esto no puede negarse. Pero no hubo tal adulterio ni tales complicaciones pasionales.

Ocurre que la gente, la bendita gente que aún lee periódicos, no concibe el crimen burgués sin ese sabroso aliño de las intimidades de alcoba. Y más si el suceso tiene la extraña causa que tuvo la tragedia de los señores de Jiménez.

¡No conocéis a los señores de Jiménez! Andan todos los días por ahí; en la Castellana, en la Princesa. Ven comedias de Linares Rivas, leen novelas del Caballero Audaz, bostezan, se aburren, se desesperan, y alguna vez acaban trágicamente.

Su tragedia no es otra que la de su propia oquedad, su inútil vida de burgueses. Les invade la monotonía; rumian las mismas ideas y los mismos bombones durante cuarenta años. Al fin, el señor Jiménez se exaspera; riñe con su mujer a toda hora; se hace irritable y bilioso, y si no es capaz de jugarse en la ruleta el patrimonio familiar ni de ponerle piso a una furcia, se consume de tedio. O en un ataque de nervios acaba con su compañera de cadena, para que después los reporteros le aureolen con una grotesca tragedia pasional.