La fe en la victoria
Artículo de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1941.

La guerra desde Londres

Con las zonas destruidas de Londres puede formarse una ciudad tan grande como Madrid. -Las callejuelas de la City convertidas en trincheras humeantes.- Un error de Hitler. Por qué se detuvo Hitler después de la derrota de Francia.-La guerra aérea contra la Gran Bretaña.-Londres bajo el fuego de la Luftwaffe. Intermitencia de los bombardeos.

Especial para El Tiempo

Iniciamos hoy la colaboración del periodista español Manuel Chaves Nogales, quien enviará a El Tiempo desde Londres, donde reside, crónicas sobre la guerra de tanto interés como el que ofrece la que a continuación publicamos. Londres, septiembre de 1941. Al iniciar mi colaboración en las columnas de El Tiempo quisiera hacer un resumen lo más claro y sucinto posible de la situación de la guerra en estos primeros días de septiembre, tal como se ve desde este centro de la contienda mundial que es la capital británica. Quede bien entendido que no pretendo reflejar el punto de vista inglés tal y como los órganos de opinión oficiales y oficiosos pueden reflejarlo, o como a los servicios de propaganda británicos puede convenirles presentarlos, sino que aprovechando el ancho margen de libertad opinión que aún es posible disfrutar en la Gran Bretaña, voy a intentar una exposición lo más objetiva y desapasionada posible del curso de la guerra, tal y como desde este observatorio de Londres puede verse.

No aspiro pues a una objetividad y un desapasionamiento absolutos, que en esta conflagración, en la que todos los humanos somos más o menos beligerantes sólo les sería posible conseguir a los marcianos o a los selenitas. Quiero decir a los lectores colombianos cómo se ve la guerra desde la Gran Bretaña, sin ser súbdito británico y sin estar absolutamente identificado con ellos.

La fe en la victoria

El inglés cree a ojos cerrados en su victoria. Esto no es un convencionalismo con miras a la propaganda, sino una verdad íntima y unánime que, en ocasiones, a mí mismo, estando aquí y viéndola con mis ojos, me cuesta trabajo aceptar. El inglés no concibe la derrota. NO le entra en la cabeza. Así como el francés de 1939 lo que concebía era la victoria, el inglés no acertará nunca a pensar que pueda ser derrotado. Había de estarlo positivamente, con el pie del enemigo pisándole el cuello y a punto de exhalar el ánima y no lo concebiría. Decía Foch que no está verdaderamente vencido más que el que lo reconoce. Pues bien: por lo que valga para el porvenir, puede asegurarse que jamás, pase lo que pase, los ingleses se sentirán vencidos. Están tan seguros de que han de ganar, que a veces llegan a producir irritación. Dan ganas de decirles:

-¿Pero cómo van ustedes a ganar?

El inglés se encoge de hombros despectivamente. Es una cuestión que no le interesa.

A los que no somos ingleses ni tenemos en la masa de la sangre esa fe ciega en el Imperio Británico que a ellos les ha dado el hecho innegable de no haber perdido nunca una guerra, sí nos interesa saber por qué caminos pueda llegar la Gran Bretaña a la victoria. El porvenir del mundo, no sólo el del Imperio Británico, se juega en este albur.

La verdad es que hasta ahora no hemos visto claro cómo los ingleses podrían ganar. Pensando fría y objetivamente, lo más que nos atrevíamos a formular era que el enemigo tenía fatalmente que perderla. Es más fácil concebir la derrota del hitlerismo en sí mismo, representarse la catástrofe en que inexorablemente ha de desembocar por sí sólo la empresa de dominación universal del nazismo, que discernir los medios y los caminos con que se puede contar para precipitar este resultado. Las gentes discretas, aun descontando el derrumbamiento final de la "Weltanschauung" hitleriana, podían pensar razonablemente que habíamos partido para la guerra de los cien años.

La invulnerabilidad alemana

Para desencadenar esta guerra, Alemania había forjado pacientemente, a costa de las privaciones y el esfuerzo de su propio pueblo reducido voluntariamente hasta cierto punto a un régimen de esclavitud, un arma ofensiva que era prácticamente insuperable. El poder de agresión de esa arma que el nazismo esgrimía, no podía ser contrarrestado por ningún otro poder bélico de la tierra. Los primeros ensayos que hizo Alemania en su aparato de guerra fueron convincentes: su poderío era invulnerable.

La marcha de las columnas motorizadas alemanas a través de Polonia arrollando fácilmente la resistencia desesperada de los bravos y legendarios caballeros polacos, así como la impresionante destrucción de Varsovia por la "Luftwaffe" y luego la invasión de Dinamarca y Noruega para culminar en la conquista fulminante de Holanda y Bélgica, fueron hechos que dieron al mundo la convicción de que Alemania tenía en sus manos un poder militar al que ningún otro estado de la tierra podía hacer frente.

En realidad, frente al formidable aparato de guerra que representaban la "Luftwaffe" y las "Panzerdivisionen", no había en el mundo más que dos cosas verdaderamente serias: la línea Maginot y la escuadra inglesa.

La línea Maginot, aquella nueva muralla china que los franceses habían ido construyendo pacientemente para no tener que afrontar la guerra, estaba virtualmente vencida antes de ser atacada. El estado mayor francés no creía en ella. Personalmente recuerdo la impresión profunda que me produjo oír en el famoso Salón Rojo del ministerio de la guerra en París, donde los coroneles portavoces del gobierno orientaban e informaban a los críticos militares de la prensa la opinión cerrada de que frente al instrumento moderno de combate que representaban la "Panzerdivision" creado por Alemania la estrategia de posición que representaba la línea Maginot, estaba fatalmente condenada a sucumbir. Hitler, según los más avisados técnicos militares franceses, había creado con su división motorizada el arma de combate de nuestra época, la equivalencia contemporánea de la división napoleónica frente a la cual se estrellaban impotentes otro tras otro los viejos regimientos de los innumerables ejércitos aliados. Hitler, como Napoleón, como Alejandro, había forjado el instrumento de agresión adecuado a nuestra época, la herramienta de conquista, el arma ofensiva para la que todavía no había escudo posible. Ésta era la disposición espiritual en que se hallaba el ejército francés. Bastó la rotura del frente en Sedán para que la línea Maginot desbordada se derrumbase como las murallas de Jericó. Francia había perdido la guerra y Hitler, triunfante, iba a posar vanidosamente satisfecho junto a la tumba de Napoleón, bajo la cúpula recién dorada de los Inválidos. Esta "pose" que reprodujeron los periódicos ilustrados del orbe entero, marcaba el punto culminante de su carrera. Si en vez de posarse satisfecho bajo la cúpula napoleónica Hitler hubiera seguido adelante, quién sabe si a estas horas sería el señor del mundo que había soñado ser?

La batalla de Gran Bretaña

Derrumbada la línea Maginot, quedaba sólo el otro obstáculo a su ambición de hegemonía mundial: la escuadra inglesa.
Veinte millas de travesía entre Calais y Dover. Eso era todo. Yo atravesé entonces esas veinte millas en un destroyer británico cuyos cañones iban cubriendo la retirada de los ingleses del continente y vi de cerca cómo la escuadra inglesa, consciente de que había llegado su hora, hacía frente a su misión histórica. La invasión de la Gran Bretaña podía producirse en cualquier momento. El ejército alemán llegaba a Finisterre intacto, después de atravesar el territorio francés en una marcha triunfal. Al otro lado del canal de la Mancha los oficinistas de la City y los gentileshombres labradores de los condados británicos se aprestaban a defender su "home" creando aquella ingenua "Home Guard" sin armas y sin entrenamiento que hacía sonreír a los generales alemanes ¿Porqué se detuvo Hitler entonces? Porque se quedó meditabundo bajo la cúpula de los Inválidos, junto a la tumba de Napoleón.

Hitler no había renunciado: más fuerte y más seguro de sí mismo que nunca, no desesperaba de conquistar a Inglaterra. No se lanzó a la invasión porque confiaba ciegamente, tanto o más que en sus "Panzerdivisionen" en su "Luftwaffe", la réplica adecuada del nazismo al poderío directamente inatacable de la "navy".

Al cabo de pocas semanas, en agosto de 1940, Hitler desencadenaba la guerra aérea contra la Gran Bretaña. Las oleadas de aviones de bombardeo venían sobre la costa inglesa en formaciones cerradas a pleno sol. En aquella batalla aérea de la Gran Bretaña se quiebra por primera vez el mágico poderío ofensivo de Alemania. Aquellas jornadas de agosto y septiembre en las que centenares de aviones alemanes se estrellaban contra los acantilados británicos o se hundían en las aguas del canal, marcaron el límite de un poder que se creía hasta entonces omnipotente. Por primera vez había algo contra lo que la fuerza de agresión alemana se estrellaba impotente.

Contra la opinión general que atribuye a los alemanes un ímpetu que les lleva ciegamente alanzarse de frente contra la dificultad empleando la fuerza bruta, el nazismo no acostumbra a tacar por la parte más dura y resistente, sino que sistemáticamente busca el punto blando y vulnerable para poder morder sin romperse los dientes. En vez de proseguir la batalla diurna contra la Royal Air Force, cambió la táctica y se lanzó buscando la impunidad de la noche y se lanzó a una "Bitzkrieg" contra las poblaciones civiles inglesas y principalmente contra Londres. Pero los efectos fulminantes del arma aérea contra las poblaciones civiles fallaron en Londres, objetivo demasiado ambicioso para el poder real de destrucción de la "Luftwaffe".

Londres, clave de la guerra

Londres, con su enorme extensión territorial y sus ocho millones de habitantes era todavía un objetivo desmesurado para la capacidad destructora real de la aviación en su estado actual de desarrollo. Ni aun llegando al máximun de esfuerzo posible podía la aviación desorganizar la vida de una ciudad como Londres. Las noches en que haciendo un esfuerzo desesperado los nazis conseguían dejar caer sobre Londres hasta trescientas toneladas de explosivos, producían una perturbación considerable, pero como después de este esfuerzo de una noche de Luftwaffe tenía que tomarse un respiro de algunas semanas para poder repetir el golpe, el formidable poder de recuperación que tiene una capital de la vitalidad de Londres esterilizaba el esfuerzo demoledor de una vez más otra. Los servicios públicos interrumpidos, las vías interceptadas y los edificios damnificados podían ser reparados en lo esencial entre un bombardeo y otro. La verdad es que si esfuerzos como los que hicieron los alemanes la noche del incendio de la City o el miércoles y el sábado famoso de mayo que cerraron el ciclo de los grandes bombardeos, hubieran podido ser repetidos consecutivamente durante varios días, la vida hubiera llegado a ser imposible en Londres.

Tal vez los londinenses no hubieran dado su brazo a torcer y hubieran seguido viviendo entre los escombros de sus viviendas, pero es indudable que ni los servicios esenciales ni el trabajo efectivo de guerra hubiera sido posible en el área londinense. Pero los alemanes no podían más que dar unos golpes furiosos e impresionantes en una noche y luego se quedaban jadeando agotados durante varias semanas. Londres se reponía pronto y cuando la Luftwaffe podía descargar un nuevo mazazo sobre Londres, los efectos del golpe anterior habían desaparecido. Téngase presente que aunque Londres presenta hoy un aspecto casi normal, el volumen total de destrucciones en su superficie edificada ocasionado durante medio año, es equivalente al arrasamiento total, sin dejar piedra sobre piedra, de una ciudad casi tan grande como Madrid. Los alemanes han hecho todo lo que podían. Pero no podían más. Y lo que podían no era bastante. Posteriormente se ha visto que esta batalla aérea de la Gran Bretaña y esta resistencia de las poblaciones civiles y principalmente de Londres, eran en realidad la clave de la guerra. La guerra hubo un momento en que se ganaba o se perdía en las callejuelas de la City, convertidas en trincheras humeantes de primera línea.

El fracaso del arma aérea

Pero Hitler perdió medio año y embotó la punta de acero de su arma ofensiva en Londres, obstinándose en destruir viejas tabernas, iglesias de Wren, clubes, monumentos arqueológicos y viviendas, mientras la verdadera fuerza británica permanecía intacta. Las cien mil bajas que entre muertos y heridos han causado los aviones alemanes en toda la Gran Bretaña no son bajas de combatientes. Cerca de la mitad, según las estadísticas, son mujeres y niños. Esto será todo lo horrible y espantoso que se quiera, pero a los efectos de la guerra tiene mucha menos importancia que la capitulación del ejército italiano en Libia o Abisinia.

El fracaso de la aviación empleada como arma de guerra en sí misma, ha sido absoluto. La aviación no sirve más que como arma de acompañamiento. La artillería, la escuadra, por la intensidad y la concentración de su poder destructor pueden ganar una batalla por sí mismas. La aviación si no va precediendo el avance de un ejército es perfectamente inútil. Es un matar por matar y destruir por destruir, perfectamente estúpido, que no tiene consecuencias estratégicas posibles. La grande eficacia de la aviación es su poder terrorífico. Es un arma casi exclusivamente sicológica. Puede crear en un determinado momento tal psicosis de las multitudes, que el Estado se derrumba por la deserción súbita de las masas de sus deberes cívicos. Pero si el efecto psicológico falla, como falló en Londres, su capacidad real de destrucción es desdeñable. París sucumbió después de un solo bombardeo de 45 minutos. Si no se hubiese producido la desbandada en las masas de población civil parisiense en aquellos 45 minutos primeros, París podía haber resistido, como Londres, indefinidamente.