Manuel Chaves Nogales o cómo se entretiene un periodista en tiempos de censura.

María Isabel Cintas Guillén
El siglo que viene, Sevilla, mayo de 1998

Cuando en los últimos días de 1924 el Directorio de Primo de Rivera tomó el feliz acuerdo de suspender la censura de los libros y mantener la de los trabajos de prensa (quizá, al considerar que el peligro del libro era menor al ser también menor el número de sus lectores), los editorialistas de los periódicos del momento se mostraron alborozados con la medida que venía a dar, al menos, un respiro al encorsetamiento mental que toda censura supone. Los graves problemas de la España del momento empujaban entonces a los periodistas, como ocurre en todas las dictaduras, a hacer juegos malabares en el intento de mantener la pureza de la información.

En un periódico de éxito en estos años, como era Heraldo de Madrid, colaboraban interesantes personajes: Largo Caballero, Colombine, Concha Espina, Baroja, Jacinto Benavente, Hoyos y Vinent, Rivas Cherif, Ramón Pérez de Ayala. Y entre sus redactores estaban Francisco Madrid, J. Pérez Bances, José Carner, Juan G. Olmedilla, Luis de Baeza... El redactor-jefe era uno que especialmente nos interesa: Manuel Chaves Nogales. Este sevillano, nacido en 1897, hijo y sobrino de los también periodistas Manuel Chaves Rey y José Nogales, respectivamente, iniciaba por estos años una extraordinaria carrera de reportero y analista político que frenó su pronta muerte en el exilio de Londres en 1944, muerte que sin embargo no pudo borrar la proyección internacional de un periodista más reconocido en la prensa mundial (colaboró en periódicos franceses, ingleses, sur y norteamericanos), que en su propia casa, a pesar de que a ella, a su casa, a Sevilla, le había dedicado su primer libro, La ciudad, magnífico y profundo regalo juvenil.

Mientras el periódico de que antes hablábamos, Heraldo de Madrid, lastrado por la censura, entretenía a los lectores con interminables y soporíferos concursos, como aquel titulado "La muñeca de España", en el que se premiaría a la mejor muñeca presentada por algún lector, es fácilmente imaginable que Chaves, redactor-jefe a la sazón del diario, como hemos dicho, estuviese nervioso y preocupado por el tiempo que iba pasando sin que a sus compatriotas les fuese permitido entrar en el mundo moderno. Debía pensar en la manera de cambiar la situación, de mover al lector e interesarlo por lo que ocurría a su alrededor; de permitirle acceder a los vericuetos de los hechos sociales y políticos. "Me hacía –dijo de sí mismo- la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo".

La visión que Chaves tenía de la prensa era progresista, agresiva casi, de proyección industrial en la línea de su momento. Suponía que la prensa, en los tiempos que corrían, había de ser un negocio. Europa estaba viviendo el gran despegue de la prensa industrial y era imprescindible modernizar los medios, hacer periódicos competitivos y dotados de todos los posibles avances técnicos. Y en tanto pergeñaba junto al inquieto compañero Fontdevila el plan de actualización y modernización del periódico, realiza otros muchos trabajos: ultima la confección de su libro Narraciones Maravillosas, que ya traía casi concluido de Sevilla; interviene con interesantes artículos en la polémica suscitada entre Baroja y Ortega y Gasset y sus respectivos seguidores sobre la novela y su técnica (el periodista se decanta por Baroja, con quien le une una gran amistad y a quien profesa un profundo respeto); al mismo tiempo que profundiza en sus análisis de la realidad de España (siempre sorteando la censura) en artículos que aparecen con cierta periodicidad, clarividentes y llenos de contundencia.

Un hecho ocurrido en 1926 lo levanta de su sillón y lo lanza por los caminos del reportaje que, ya en adelante, marcará su quehacer informativo: los aviadores Franco, Ruiz de Alda, Rada y Durán regresan triunfadores de la experiencia de atravesar el Atlántico a bordo del "Plus Ultra". Chaves es el enviado especial que cubrirá el acontecimiento. Con este trabajo se produce un cambio profundo en su actuación profesional. Por una parte se inicia su interés por el avión como instrumento de trabajo del reportero moderno, y por otro lado comienza su camino el profesional que irá tras la noticia allí donde se encuentre, el periodista actual, eficaz, activo y con un punto de riesgo. Sus reportajes intentarán sacudir a partir de ahora la modorra del país, a pesar de estar sumido en las consecuencias de la sangría de la guerra de Marruecos. Con uno de estos reportajes, el que narra el vuelo de la aviadora Ruth Elder (que atraviesa el Atlántico en solitario a bordo de un Junkers), gana el premio Mariano de Cavia del año 1927, que le es entregado el 10 de mayo de 1928, precisamente algunos días antes de la publicación en Estampa del cuento que presentamos a continuación, titulado "El marido de la fea". Este cuento, mero ejercicio coyuntural, publicado como otros muchos para entretener sus esperas de momentos más abiertos, ocupa el espacio que estaba destinado a un reportaje realizado por Chaves en el sur de Francia siguiendo las huellas de la emigración de intelectuales provocada por la represión de la dictadura; intelectuales que se unían a los otros numerosos españoles (cerca del medio millón, apunta el periodista), que acudían al país vecino en busca de trabajo. El reportaje nunca se publicó, pero ya nada pudo parar el extraordinario quehacer de este periodista sevillano que supo analizar con una claridad y un desapasionamiento ejemplares los cruciales momentos que se vivieron en España y Europa hasta la casi culminación de la Segunda Guerra Mundial. El poco espacio de que disponemos nos obliga a detenernos en el principio de una actividad periodística y literaria de singular calado, como atestiguan sus reportajes más famosos ("La vuelta a Europa en avión", "Lo que ha quedado del imperio de los zares", "El maestro Juan Martínez que estaba allí", "Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas", "Con los braceros del campo andaluz", "Bajo el signo de la svástica", "La última empresa colonial española", "La revolución de octubre en Asturias", "La agonía de Francia" y otros muchos, por no citar sus novelas breves, relatos, ensayos, artículos y magistrales entrevistas. El periodismo europeo reconoció, ya en el momento de su muerte, cuánto le debía. El español necesita conocerlo mejor; estas líneas no son sino una ínfima aportación a esta empresa.



El marido de la fea

Manuel Chaves Nogales
Estampa, 17 de julio de 1928

Era intolerablemente fea. Fea por dentro. De esa fealdad que sale a flor de piel a través de los cosméticos, las pinturas y las sedas, que son capaces de destruir todas las fealdades superficiales; todas las fealdades que no sean, como la de aquella mujer, una fealdad de dentro a fuera, una fealdad íntima y consustancial.

La fealdad femenina es una de las cosas suprimidas por la civilización. Las artes cosméticas, los viejos secretos de tocador, que ya no son tales secretos, han acabado con la fealdad. Ya no hay ninguna mujer fea, socialmente fea, municipalmente fea. En las calles de las grandes ciudades no se ve nunca una mujer desagradable. La belleza se ha democratizado; está al alcance de todas las fortunas. Subsisten las feas sólo en provincias y en los arrabales. El colorete, el maquillaje, las cremas, el baño cotidiano, la falda por encima de la rodilla y la exhibición habilidosa de las formas bajo la grata mentira de las telas actuales han suprimido la fealdad.

Por eso aquella mujer lo peor que tenía no era su fealdad superficial, que al ser municipalizada bajo la luz de los arcos voltaicos o a la sombra discreta de las acacias callejeras podía ser tolerable, sino su fealdad interior, aquello de ser fea también por dentro. Era este fondo desagradable, sucio, de mala persona, de feminidad viciada, torpe y purulenta, que fatalmente tiene una traducción fisionómica, lo que más la afeaba.

El marido de esta mujer fea era un hombre razonable, discreto, ecuánime, certero en sus juicios y de una agudeza excepcional al considerar todas las cosas y al juzgar a todas las personas. Menos cuando se trataba de su mujer. Entonces perdía su clarividencia, desaparecía su fina sensibilidad y no sabía ver a través de aquella arpía más que a una criatura excepcional dotada de todas las gracias. ¿El amor? ¡Bah, el amor! Sabemos a qué atenernos respecto a ese desacreditado tabú.

Era inexplicable; pero aquel hombre se rendía emocionado ante aquella mujer fea, desagradable, indeseable unánimemente considerada. Si hay algo capaz de despertar la antipatía universal, eso era lo que tenía aquella mujer. Cuantos se acercaban a ella experimentaban el mismo malestar, el mismo sentimiento de repulsión. Menos el marido, que seguía considerándola como un ser de excepción, síntesis de todas las virtudes y bellezas.

Cifraba este hombre su orgullo en ser más sutil y comprensivo que nadie, y creía que los encantos de su esposa eran algo tan alquitarado que las gentes vulgares no los percibían.

Creía que los demás eran unos idiotas incapaces de descubrir el valor inapreciable de aquella mujer que él había escogido. Al verle reflexionar así se pensaba por un momento que acaso tuviese razón; que tal vez hubiese una injusticia universal en el movimiento de repulsa que ella producía. Pero bastaba volver a verla, oír su voz ingrata y advertir su pensamiento sucio para reaccionar violentamente.

Ella era lo suficientemente inteligente para no ignorar su fealdad; eran bastante crueles las gentes que la trataban para hacerle notar su repulsión. Y el marido de la mujer fea, que advertía una cosa y la otra, sufría viéndola sufrir y agradecía con toda la ternura de su alma cualquier galantería ritual que se tuviese con la infeliz mujer.

En sus momentos de optimismo, la fea se hacía la ilusión de que agradaba a alguien más que a su marido, y era grotesco verla haciendo carantoñas al primer hombre que se le acercaba con buen talante. Hubiese estado dispuesta a todo de haber encontrado a otro hombre capaz de demostrarle algún afecto. No lo encontraba, y su prurito de gustar la llevaba a unos coqueteos desaforados, que la hacían parecer peor aún de lo que era. Después, gozaba provocando la ira del marido contra sus supuestos adoradores y le hacía representar terribles escenas de celos que le aplacaban aquel vivo dolor de sentirse fea y desdeñada.

Aquellas comedias grotescas no satisfacían, sin embargo, su vanidad, y el marido, que piadosamente se prestaba a ellas, llegó a desear la aparición milagrosa del hombre capaz de hacer el amor a su mujer.

Esto era una vana ilusión. La fea no tendría nunca ocasión de olvidar lo que era y viviría siempre amargada y sañuda.

Al ocurrírsele aquello estuvo a punto de ir a la consulta de un psiquiatra para someterle, alarmado, su caso.

Estaba trabajando sosegadamente en su oficina, y a medida que iba redactando su informe, inclinado sobre su pupitre, perfilaba mentalmente su plan. Cuando advirtió la altura a que habían llegado sus lucubraciones y en un momento de recapacitación se dio cuenta de lo absurdo de su propósito, enrojeció súbitamente, y él sólo, en la soledad de su despacho, se quedó avergonzado y cohibido ante sí mismo.

Pero aquello no se le iba ya del pensamiento y rumiándolo llegó a encontrarlo lógico. Anduvo todavía solitario y hermético, divagando por las calles con las manos en los bolsillos y el sombrero en el cogote. Hasta que se decidió.

Aquella tarde, al salir de la oficina, cogió del brazo a una de los delineantes, un chicarrón simpático, inteligente y discreto, y se lo llevó a tomar una cerveza en los ventorrillos de las afueras.

Bebieron abundantemente y la noche les cogió caminando vacilantes por los desmontes con un aire lento, tierno y humanizado; con esa humanidad blanducha y anegada del bebedor de cerveza en los países meridionales. Entonces, sólo entonces, a media voz, balbuceando, se atrevió a volcar sus confidencias en aquel muchachote, que tenía una embriaguez bondadosa como de vaca ahíta. Cuando él le contaba la grotesca tragedia de su mujer, fea, dramáticamente fea, el muchachón se apesadumbraba tanto, tanto, que le apretaba contra su pecho de percherón, y haciendo fervientes protestas de amistad le decía que estaba dispuesto a todo, con tal de conseguir la felicidad de amigo tan bueno y tan triste como aquel. El amigo triste y desgraciado sólo porque su mujer era fea y nadie la quería.

-¡Si tú quisieras...!- aventuró tímidamente el marido.

-Porque seas feliz soy capaz de todo lo que me pidas- contestó el chicarrón, enternecido al verle tan apesadumbrado, tan encogido, tan irremediablemente triste.

-¿Por qué no le haces el amor a mi mujer?

-Eso es una locura. Tú estás borracho.

-No, no estoy borracho. Es tan absurdo, tan insensato lo que te pido, que precisamente por eso no me avergüenza pedírtelo. Si ella se sintiese amada, si lograses hacer nacer en ella la satisfacción y el contento de sí misma... acaso la hicieses feliz. No pasaría nada; yo estoy seguro. Yo sé que ella es buena; que no sería capaz de engañarme. Pero no será feliz mientras no encuentre una pequeña satisfacción para su vanidad. Es fea; ya lo sé. Pero es mujer. Ayúdame a hacerla feliz. ¡Sé bueno! ¡Sé bueno!

Se echó a sus pies y le besó las manos.

Después se lo llevó a cenar a casa.

Ella empezó a estar radiante. Y hasta un poco menos fea, que la satisfacción interior de sentirse deseada por aquel mocetón la encendía por dentro y le salía a la cara en vivos colores. El marido, al verla feliz, lo era también, y a solas se frotaba las manos de contento. Notaba el aplomo, la seguridad, el orgullo de ella y ni siquiera se dolía de que este orgullo fuese a veces molesto y despectivo para él. Le trataba peor que antes, con más dureza, con mayor desprecio. Pero él no lo notaba. La veía resplandeciente y le bastaba con estar en el secreto, con la satisfacción recóndita del hombre inteligente que se siente motor oculto de las cosas.

Pretextando quehaceres, se ausentaba de la casa y se estaba largas horas en los cafés, mientras el bondadoso delineante entretenía con sus galanteos a la infeliz mujer. No pasará nada –se decía-; gracias a este artificio, la pobre está gozando de una ilusión que le estaba vedada.

Desde la primera tarde, el delineante y él, ruborosos, no habían vuelto a abordar francamente el tema. Se entendían con medias palabras, con gestos, con ademanes. Aquel chico era tan bueno, tan inteligente...

Una tarde dormitaba filosóficamente en el diván de su café favorito, cuando vio llegar súbitamente al chicarrón.

-¿Qué pasa? –le preguntó sobresaltado.

-Una catástrofe. Al principio creí que podría conjurarla, pero ya es imposible. Esta farsa tiene que acabar hoy mismo. Tu esposa está locamente enamorada de mí.

-No; no seas petulante. Ella se siente halagada por tus galanterías. Pero nada más.

-Te juro que no. Está furiosamente enamorada de mí, y ya no sé cómo quitármela de encima. Hay que desengañarla hoy mismo.

-¿Desengañarla? ¡Imposible! ¡La haríamos tan desgraciada!

-Es que si no la desengañamos, el desgraciado lo serás tú. Es decir, no lo serás, porque yo no quiero.

-¿Pero ella?

-Ella lleva acosándome dos semanas; acaba de decirme que lo tiene todo preparado para fugarse mañana al amanecer conmigo. Y yo no me fugo con tu mujer pase lo que pase. Mi heroísmo no llega a tanto.

-Ni yo lo consentiría.

-Bueno, pues no seamos insensatos. Esto no puede pasar de aquí. Ahora mismo vas y le dices a tu mujer que estás enterado de todo, que le vas a dar una paliza, que yo no la quiero, que me parece un adefesio, lo que sea. Esto lo arreglas hoy mismo. Tu mujer no me deja vivir; no tengo paciencia para más. Contra lo que tú supones, tu mujer está dispuesta a todo.

El marido bajó la cabeza entristecido. Miró a su amigo tiernamente y estrechándole la mano, le dijo:

-Gracias, muchas gracias.

-No me des las gracias. Por ti estaba dispuesto a todo; menos a engañarte.

-No; no me lo digas.

-¿Entonces, mañana? Me ha dicho que esté a las siete en un "taxi" con las cortinillas echadas, que debe esperarla en la esquina del Gran Teatro.

-No vayas. No vayas más. Este asunto se ha terminado. Muchas gracias, amigo, muchas gracias.

A las siete de la mañana, la fea entreabre temblorosa el portal de su casa y echa a andar nerviosamente por la acera, en dirección del Gran Teatro.

Lleva en la mano un pequeño cabás y disimula su cara fea bajo un tupido velo. El airecillo matinal le hincha los pulmones de un precioso elixir de vida. Las acacias verdes que destilan sobre ella el rocío como quintaesencia de la noche, le hacen ventear algo tan fresco, tan claro, tan jugoso como no lo había venteado nunca. Es la felicidad. Pasan aprisa los madrugadores, limpios, ágiles, alegres; con la alegría de una larga jornada por delante. Taconea ella graciosamente y cuando, al volver la esquina, el sol, a ras del suelo, se precipita sobre ella y la incendia, se siente maravillosamente transportada a la zona de luz del mundo, a la gloriosa región donde se mueven las otras, las que son felices, las que no son feas.

Se zambulle deslumbrada en la penumbra del "taxi", que la espera con las cortinillas echadas. El marido la acoge silencioso con un beso frío en la frente.

Cuando vuelve a mirar a la calle, ya todo tiene otra vez esa media tinta, ese desvaído, esa veladura que el mundo ha tenido siempre para ella.