El fantasma de Eaton Square, 102

María Isabel Cintas Guillén
2014

Los climas fríos son buen caldo de cultivo para que medren en ellos las leyendas. Parece inadecuado hablar de un pasado escalofriante, de un ambiente estremecedor y con notas de ultratumba, que se produzca en ambientes soleados, en noches cálidas, que huelen a dama de noche y a jazmín. El aire lleno de olores parece no admitir repliegues oscuros donde puedan esconderse seres misteriosos. Pero la cosa cambia radicalmente si la niebla inunda el paisaje, y los enanos, trasgos, ginas, fantasmas y demás seres fantásticos parecen querer invadir el espacio de los humanos. Por ello, un viajero español de la inmediata postguerra civil, José María Castroviejo, vencido por los inconvenientes del desarraigo, estragado por las comidas inglesas y perjudicado por todos los rigores de la dificultad y el abandono, no tuvo ninguna dificultad para mantener un diálogo con el fantasma de Rasputín una tempestuosa noche de la década de los cuarenta, en que el español se alojó en el Instituto Español de Londres, que estaba situado en Eaton Square, 102, el mismo edificio en el que se encuentra en la actualidad el Instituto Cervantes. Castroviejo, periodista y amante de la magia, lo contó en un breve relato de su libro Los paisajes iluminados, que se titula, precisamente, "El fantasma de Eaton Square". Cuenta en él cómo el monje maldito (un barbudo y humillado Rasputín, que tenía los humos muy bajos a raíz de su larga peregrinación, desde 1917 a uno de esos años de la década de los cuarenta), buscaba a su matador y causante de su eterno peregrinar. Deteriorado por la larga e infructuosa búsqueda, aparecía el perseguidor del apuesto, sensible y joven príncipe Yusupov. Al parecer, Yusupov, casado con la princesa Irene, bella sobrina del Zar, se había refugiado con su madre en Londres tras haber perdido todas las dignidades de su estirpe a causa de una revolución que comenzó precisamente con el asesinato del burdo religioso.





Rasputín había sido capaz de mover el fervor cuasi místico de la zarina a pesar (o tal vez a favor) de sus botas embreadas, su mirada soez y sus insinuaciones teosóficas de personaje que andaba a caballo entre dos mundos, el material y el espiritual. Gustaba de bucear en los repliegues de las almas torturadas de sus seguidores tanto como disfrutaba de sobar a las mozas que se le ponían a tiro. Y le había sorbido el seso a la zarina a base de inyectarle esperanzas en la curación del pequeño zarévich, enfermo de incurable enfermedad y objeto de todos los mimos de su bella familia. Familia regidora de los destinos del pueblo ruso, dirigida por un personaje que buscaba el calor confortable de sus salones familiares antes que la gestión del hambre de ese pueblo de muchos millones de seres famélicos. Porque el zar Nicolás II tal vez hubiera preferido ser un buen padre de familia, acomodado y gestor de un núcleo femenino bellamente recogido en las incomparables fotografías que solía hacer a su prole, en lugar de Zar de todas las Rusias y jerarca supremo de un pueblo sumido en los problemas prerrevolucionarios que llevaron al país a los acontecimientos de 1917, la revolución rusa y la terrible posterior Guerra Civil. Nadie se había atrevido a levantar la mano contra el monje tenebroso que encadenaba la voluntad de los zares y dirigía a su manera los destinos de un pueblo como el ruso. Nadie. Excepto este noble príncipe, juguetón e inconsciente, arbitrario, presuntuoso y un tanto femenino en sus aptitudes, caprichoso y endiosado, que decidió pasar a la historia al dar muerte al monje. Lo cuenta Chaves Nogales en Lo que ha quedado del imperio de los zares. En compañía del también príncipe Dimitri, ambos amigos, estos ricos y ociosos jóvenes urdieron por puro snobismo acabar con Rasputín, soberbios ellos, de la misma manera que se paseaban por la noche de San Petersburgo disfrazados de mujer, adornado Yusupov con las joyas de su madre. Incitaron al monje a beber vino acompañado de pastelillos rellenos de cianuro, mientras alguien amenizaba su muerte en una fiesta de guitarras y canciones gitanas. En vista de que Rasputín no moría a pesar de las cantidades dañinas que ingería, el príncipe Yusupov le propinó un tiro que, por fin, le causó la muerte.

Yusupov fue saludado al día siguiente por la muchedumbre como salvador de Rusia. Como el propio muerto había vaticinado si su defección llegaba a producirse, los acontecimientos que vinieron después causaron la diáspora de la aristocracia rusa, que buscó continuar su vida por Europa, donde los antiguos aristócratas se establecieron ocupándose para sobrevivir en menesteres relacionados con la música, la moda, el cine o el arte. Y así, al parecer, Yusupov se refugió en Francia y más tarde en Inglaterra, en Londres, alojándose en el palacete de Eaton Square, donde fue a buscarlo el fantasma de Rasputín para ajustar las cuentas que tenía pendientes con él. Circunstancias que se nos escapan sitúan pues en Londres el episodio de la persecución del alma del matador por parte del asesinado, quien andaba ya humillado por la edad, con los humos completamente apagados y sin aires de triunfo y poderío. Allí lo encuentra Castroviejo, y a él pide disculpas el espíritu "por haber perturbado su sueño y por dejar sobre sus zapatillas esas muestras de humedad que desgraciadamente nos acompañan a todos los fantasmas", dice (Castroviejo) que le dijo (Rasputín).

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El Instituto Español de Londres, donde tuvo lugar la escena anterior, es hoy la sede del Instituto Cervantes, desde que en 1947 el duque de Sanlúcar, José Ruiz de Arana, hiciera un contrato de arrendamiento del edificio con su propietario, el Duque de Westminster, que garantiza el derecho de uso del edificio por parte del Gobierno español hasta "bien entrado el próximo siglo". Luego el contrato puede estar próximo a expirar.

En junio de 2011 habíamos acudido al Instituto para celebrar un homenaje a Chaves Nogales. En el programa figuraba la intervención de Xavier Pericay, de la Universidad de Palma de Mallorca, Antonio Sánchez, de la Universidad de Birmingham, y yo misma. Quería el organismo español hacer un reconocimiento a personajes del exilio español de la Guerra Civil en Londres, para el que había invitado a Paul Preston y William Chislett, quienes, en anterior sesión, celebraron a Arturo Barea. Al término de la sesión de Chaves Nogales, la entonces directora del Instituto, Isabel Clara Lorda, organizó en su despacho del Instituto un encuentro casi familiar. Allí estábamos, aparte de los citados, el Agregado Cultural y el Encargado de Negocios de la Embajada de España en Londres; Antony Jones Chaves (nieto del periodista español); el secretario del Instituto y alguna persona más. Esta vez la noche londinense era clara y cálida. La conversación íntima y próxima y el ambiente creado, excelente. Tan excelente como la historia que la directora relató para nosotros y que venía a componer un apretado haz donde se mezclaba la realidad del encuentro y el homenaje al periodista sevillano, también exiliado en Inglaterra a causa de los rigores de la Guerra Civil, con la ensoñación de la leyenda del monje que había previsto la llegada de todos los males a Rusia en coincidencia temporal con su muerte.

Contó la directora cómo, pocos días después de su llegada a Londres para hacerse cargo del Instituto, iniciadas las oportunas reformas para que todo funcionara a la perfección, comenzaron a ocurrir una serie de hechos que parecían evidenciar una cierta resistencia del propio edificio a cualquier cambio que afectara a su esencia: un nueve de marzo, aquel batallón impulsado por las ansias de dejarlo todo como nuevo sufrió un parón inesperado. Algo parecía querer entrar en comunicación con los nuevos inquilinos. Todo empezó con una señal roja de alarma en el servidor que controlaba los sistemas informáticos de la red. Mediante un correo electrónico de tono aciago, cual pitia del oráculo de Delfos que anuncia el hado fatal, se les advirtió desde Madrid que algo andaba definitivamente mal en uno de los discos duros del servidor y que había que realizar de inmediato unas pruebas. La luz roja no prometía nada bueno. Tras varios desesperados intentos de salvación de los datos mediante diferentes operaciones y un sinfín de llamadas telefónicas al departamento de sistemas, esa mañana del nueve de marzo el administrador anunció con expresión sombría y mirada extraviada que se había perdido la información del disco. El ordenador de la jefa de cultura, que llevaba ya agonizando desde hacía unos días, exhaló su último suspiro. Y saltó de nuevo la alarma de incendios del edificio, que desde hacía unos días se disparaba sola a cada rato y que no había forma de detener. El pitido penetrante atravesaba los tímpanos y alteraba los nervios de los allí reunidos, que se esforzaban en aparentar que no pasaba nada extraordinario. Pero entonces, al parecer, se escuchó otro ruido inclasificable: se acababan de desprender al unísono diez azulejos de la cocina. Mientras tanto, unos vapores pestilentes, procedentes de los cuartos de baño del lóbrego sótano, empezaron a esparcirse por el hall y la escalera, y los colaboradores en recepción arrugaban la nariz y mostraban signos de mareo. Los profesores, con gran dignidad profesional, disimulaban su inquietud para no provocar una espantada de los alumnos.

¿Qué explicación tenía todo ese desbarajuste súbito? ¿A qué se debía ese caos profundo? Entonces vinieron a la memoria de todos algunas peregrinas historias que se contaban sobre el Instituto, historias que invitan a la sonrisa y que nadie se tomaba en serio. Como en toda casa británica de abolengo que se precie, parece ser que el edificio tenía un fantasma, que de vez en cuando hacía de las suyas. Alguien mencionó a Rasputín, el monje ruso visionario, y a su asesino, el bello príncipe Yusupov. Pero nadie daba detalles precisos de la historia, que resultaba confusa y en extremo inverosímil. Otro de los presentes mencionó a José María Castroviejo (1909-1983), que en un relato cuenta que se alojó en Londres en el edificio, por aquel entonces Instituto de España, y que mientras dormía pacíficamente lo despertó un fuerte ruido y se le apareció una gigantesca figura blanca que con voz ronca le preguntó si sabía dónde estaba Yusupov. El escritor comprendió de inmediato que se trataba del fantasma de Rasputín, cruelmente asesinado por el príncipe Félix Yusupov en 1916. El fantasma le contó que buscaba a su asesino, pues otro fantasma de Westminster le había dicho que podía encontrarlo en la casa de Eaton Square, donde al parecer había residido un tiempo con su madre. Castroviejo, más tranquilo al percatarse de que el fantasma no tenía con él aviesas intenciones, le respondió que no podía ayudarle y le recomendó buscarlo en otro sitio, en un lugar más alegre y soleado que Londres. El fantasma se excusó por haberle perturbado el sueño y haberle empapado las zapatillas con la humedad que desprendía. Alguna persona aportó otros datos, pocos, todos terribles, eso sí, como que el asesinato del monje había sido especialmente cruel. Que fue envenenado, tiroteado y le cercenaron el pene (de extraordinarias dimensiones) que, por cierto, se conserva en formol en un museo de San Petersburgo. Y no sólo eso; también, al parecer, según investigaciones recientes, los servicios secretos británicos habían estado implicados en el asesinato. El administrador por su parte confesó que unos días atrás se había asomado al número 44 de Eaton Square, una casa próxima al Instituto, atraído por un rótulo que anunciaba la Asociación de Espiritistas Británicos, y que le invitaron a entrar para asistir a una sesión.

Y concluye la directora:

"No quisimos seguir indagando. Aquello empezaba a tomar dimensiones peliculeras, así que decidimos seguir trabajando como si nada hubiera sucedido.

Sabemos que no existen los fantasmas, o eso al menos queremos creer. Existe, eso sí, el devenir del tiempo, implacable, y todo aquello que deja a su paso, los rastros indelebles de los que habitaron el edificio o que se alojaron en él a lo largo del pasado siglo. Príncipes y poetas. Grandes hombres y mujeres. Almas nobles y torturadas. Nombres destacados de la cultura. Leopoldo Panero, Luis Cernuda, T. S. Elliot…Voces perdidas que siguen vibrando en el aire, sólo entendibles para quien quiera escuchar. Palabras que nunca se llevó el viento, que permanecieron prendidas en el polvo acumulado. Documentos antiguos. Libros viejos. Muebles carcomidos por el tiempo. El cuadro de una dama misteriosa. Ruidos inclasificables. Humedades de un fantasma salvajemente torturado…

Desconciertan estos rastros y a la vez nos colman de curiosidad. Tal vez no sean más que eso, señales. Un mensaje del Tiempo. Algo pide comunicarse con nosotros, algo solicita nuestra atención. Alguien pide que actuemos por fin, que desvelemos la historia de nuestro pasado, de nuestros fantasmas de Eaton Square".

Sevilla-Londres, 2012